lunes, 15 de abril de 2024

PRESENTACIÓN DEL NUEVO LIBRO DE GINÉS ANIORTE | miércoles 17 abril | 20 h

 




Dentro de la programación de la I Feria del Libro del Valle de Ricote, este miércoles, a partir de las 20 h y después de nuestra sesión del club de lectura con Panza de Burro, de Andrea Abreu, Ginés Aniorte presentará su nuevo libro, de VERBIS. A modo de tratado, en la Biblioteca Padre Salmerón.


¡OS ESPERAMOS!






jueves, 11 de abril de 2024

"Panza de burro" | Andrea Abreu | miércoles 17 abril | 19 h

 



‘Panza de burro’, de Andrea Abreu: el verdadero acento está en la infancia

ALFONSO MARESCHAL | 5 NOVIEMBRE 2020

Hace ya unos cuantos años, el columnista gallego Julio Camba (Pontevedra, 1884 – Madrid, 1962) publicaba un breve artículo titulado El acento en su periódico de siempre. Tiempo después, el texto aparecería recogido en su propia antología personal de artículos selectos, Mis páginas mejores (Gredos, 1956), y pasaría a la historia del periodismo patrio por frases como éstas: «No se le autorizaba a nadie acento ninguno. Una marquesa con dejo gallego o catalán, andaluz o madrileño, les resultaba inadmisible, como si las marquesas no nacieran en ninguna parte. Y la pobrecita muda no podría romper a hablar hasta que hubiera desnaturalizado su voz por completo y lograra expresarse como un fonógrafo (…). Pero yo no quiero hacer comentarios sobre el acento gallego. En esto de los acentos tengo una experiencia algo desagradable y no desearía repetirla con mis propios paisanos».

El artículo en cuestión trataba sobre una ilustre compañía actoral española y sobre dos de sus más jóvenes y prometedoras representantes, que, por cuestiones de la edad, sólo interpretaban papeles secundarios y mudos, a raíz de un fuerte acento gallego que las limitaba a la hora de pronunciar correctamente algunas de las frases del guion. A lo largo de la columna, por tanto, el lector se indigna y se estremece por las particularidades derivadas de este asunto: los usos del idioma y la preponderancia del dialecto frente a las limitaciones de una lengua común; sin embargo, se olvida siempre de lo más importante: que estamos hablando de la forma que tienen de hablar dos niñas pequeñas, de una manera de contar las cosas propia de la infancia que es, incluso, capaz de esconder más verdad, más personalidad y más significado que el gallego, que el canario, que el andaluz o que el mismísimo castellano neutro de la Meseta Central.

Normalmente, cuando un par de niñas -y más aún en un contexto literario, o periodístico- hablan de una manera diferente a la habitual o, al menos, distinta a la que de ellas se espera, los demás solemos prestarles tanta atención a los detalles que terminamos olvidándonos del resto: de lo que dicen, de cómo lo dicen, de hasta qué punto sienten lo que dicen; por el contrario, nos fijamos en lo desconocido, en lo anecdótico, en lo novedoso y perdemos de vista todo lo que no suponga, en el momento, una brutal dosis de originalidad.

Sin ir más lejos, esto es lo que ha sucedido recientemente con Panza de burro (Editorial Barrett, 2020), el debut narrativo de la tinerfeña Andrea Abreu (Icod de los Vinos, 1995), autora de una de las novelas más celebradas de los últimos tiempos; especialmente, gracias al uso de canarismos y de expresiones locales que han logrado cruzar el océano Atlántico y fascinar al lector peninsular, aunque éste no termine de entenderlas del todo. En palabras de su editora, Sabina Urraca, lo que pretendían era clamar «por que la literatura sea un fluido que se cuele en el cerebro de forma compacta, sin detenerse en un eventual tropezón lingüístico. Que se lea como se escucha una canción, una canción en un idioma extraño que el cerebro, a fuerza de escucharla, vaya desentrañando. Además, casi nadie quiere viajar a un lugar donde lo entienda todo perfectamente», pero no siempre ha salido como ellas mismas esperaban, sino que, a veces, los lectores se quedan atascados en la superficie, atrapados en esa palabra extraña que no logran descifrar (como «machango», «mujo» o «abobito»), y se pierden lo mejor. Todo, por no leer como se escucha una canción extranjera, que diría Urraca.



Y por eso siempre, después de pasar todo el día jugando a las barbis y hacer como que las barbis eran personajes de las novelas y los ken eran Juan, Franco y Gato y las barbis eran Gimena, Sarita y Norma y los ken eran brutos y morenos y las barbies eran flacas, muy flacas, más flacas, y bailaban bien y besaban bien y se tumbaban encima de los ken y los ken se tumbaban encima de ellas y piquipiquipiqui, machacábamos sus cuerpitos de plástico uno contra el otro y decíamos que estaban queriéndose […]». Fragmento de ‘Panza de burro’ ilustrado por Paola Ascanio.


En el fondo, descubrir Panza de burro es como descubrir el reguetón, como les pasaba a las dos niñas protagonistas de la novela cuando, a las puertas de la adolescencia, descubrieron a la banda dominicana Aventura: si uno se limita a escuchar la melodía o el acento caribeño de sus componentes se perderá, seguramente, lo mejor: la letra. Del mismo modo, si uno se queda en los canarismos y en las expresiones locales de Abreu, seguramente, también se pierda lo mejor: la manera de vivir y de comunicarse que tiene la juventud, que magistralmente -más aún, incluso, que las expresiones canarias y los localismos- refleja Andrea Abreu a lo largo de su obra. A mitad de la novela, de hecho, la autora se pone a describir la «tristeza extraña» de Isora, una de las dos protagonistas, e incide en ella en los siguientes términos: «así como un martilleo era su tristeza, como un picapinos perforando la madera piquipiquipiqui y repetía me quiero quitar la vida, me quiero morir. Y lo decía así, con esas palabras, como si tuviera cincuenta años y no diez». El quid de la cuestión, por tanto, está en hablar acorde a la niñez; y no en hacerlo de un modo más o menos canario, que, en el fondo, es lo de menos.

A este respecto, contaba Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes (Acantilado, 2002) que «en la infancia, (…) las palabras que se cambian los adultos entre sí no las comprendemos ni nos interesan; al contrario, nos aburren infinitamente. Nos interesan, sin embargo, sus decisiones, que pueden cambiar el curso de nuestras jornadas, los malhumores, que ensombrecen las comidas y las cenas (…). Entramos en la adolescencia cuando las palabras que se cambian los adultos entre sí se nos hacen inteligibles; inteligibles pero sin importancia para nosotros, porque nos ha llegado a ser indiferente el que en nuestra casa reine o no la paz». Así, Isora y su mejor amiga (la voz en primera persona que se dedica a narrar) huyen de la manera que tienen los adultos para comunicarse con los demás, pero, al mismo tiempo, empiezan a entenderlas: las palabras «responsabilidad», «trabajo» o «amor» cobran sentido, de pronto; y otras como «pepe», «cuca» o «foquin bitch» comienzan a diluirse. Mientras tanto, las niñas tontean con el inicio de la adolescencia, con esa etapa en la que, según Ginzburg, «sentimos que no podemos ser felices si en la escuela los otros muchachos nos han despreciado un poco. Haremos cualquier cosa para salvarnos de este desprecio: y hacemos cualquier cosa», aunque sea perseguir a Isora por los montes y las huertas, o seguirla a pies juntillas por entre las lajas rotas del canal.

Huyendo de las palabras graves y profundas, de las palabras adultas, de hecho, es como se define la relación de amistad que surge entre las dos protagonistas de la historia: «Me repetí que nosotras no éramos como esas amigas que se tocaban y se decían te quiero»; y también es como acaba la novela: con un término horrible, inenarrable, tan adulto que si nadie en todo el pueblo suele ser capaz de enunciarlo delante de una persona de cincuenta o de sesenta años, ¡¡imagínense de diez!!

Fíjense ustedes, entonces, hasta qué punto llegaba la amistad entre Isora y la voz principal que, cuando ambas se enfadaban entre sí, ésta dejaba, incluso, de hablar: «ese día estuve yo muy callada, como todo el resto de días en los que no había sido amiga de Isora, cantando para mis adentros una canción de Aventura». Ya ven, así, hasta dónde es capaz de llegar el poder de las palabras a edades tempranas; y, claro, también eso tan cursi -y necesario- que algunos han llamado el poder de la amistad. «Porque si algo yo sabía era que Isora y yo estábamos hechas como estaban hechas las cosas que nacen para vivir y morir juntas»; y crecer, por descontado, entraba dentro del plan: ir a la playa solas -¡por fin!-, darse sus primeros besos «de novios», escapar de una vez por todas de la eterna panza de burro y del barrio de El Amparo y, quizás, no volver jamás; como si estuviesen huyendo de una de las erupciones del vulcán, dejando atrás todos los bártulos y todos los enseres de la niñez, sólo acordándose de los creyones del colegio, de «todas las cajas de regalices y los paquetes de papas con tazos dentro y las gomitas y los chicles de güevo de camello (…), los sacos llenos de gatos y los paquetes de munchitos y los kilos y kilos de latas de canvaca, y veíamos la tierra vuelta puro fuego. La lava del vulcán cubriéndolo todo (…) como si en ese sitio nunca hubiera habido nada, ni una isla, ni un barrio, ni una niña dentro de ese barrio estregándose sola hasta sacarse la sangre».



«Subí la cuesta y ya por la mitad del camino me puse triste y miré al cielo y ya sí se había hecho de noche de verdad y ya las ranitas del estanque en el que ya nadie nadaba empezaban a cantar y parecía como una canción antigua, una canción que venía de siglos atrás, de cuando Isora y yo todavía no éramos amigas pero estábamos predestinadas a serlo, porque si algo yo sabía era que Isora y yo estábamos hechas como estaban hechas las cosas que nacen para vivir y morir juntas y me di la vuelta y le dije shit, acompáñame aunque sea hasta cas los homosecsuales, acompáñame, chacho, que yo siempre te acompaño». Fragmento de ‘Panza de burro’ ilustrado por Paola Ascanio.


Decía el poeta Rainer Maria Rilke, allá por el siglo XX, que «la verdadera patria del hombre es la infancia»; y nosotros no entendemos, a estas alturas, por qué algunos se empeñan en buscar patrias ajenas, inventadas o modernas si, luego, el exilio es lo único que encuentran; el exilio que supone hacerse mayores y fijarnos más en lo anecdótico -como es el acento, el uso del idioma o el léxico- que en lo que verdaderamente importa. Con todo, también estamos del lado de Sabina Urraca, inteligentísima editora de este texto: «huyamos de los lugares comunes fácilmente explotables por los medios: Panza de burro no es una historia que refleje el habla canaria, porque es solo el habla de un lugar concreto, de un barrio concreto, de dos niñas concretas (…). En el proceso de edición, he sentido una identificación con su habla, ciertos momentos de comunión absoluta, pero también la extrañeza excitada de quien mira un animal desconocido —de nuevo la bestia salvaje siendo adoptada— pues la infancia de Andrea —o quizás debería decir la infancia de Isora y la protagonista— transcurrió a una hora y media en guagua de la mía». De nuevo, la niñez exaltada, desatada y salvaje frente a aquellos que se niegan a detenerse y a admirarla y, por el contrario, se quedan simplemente de pie: oyendo hablar, oyendo pronunciar de un modo curioso o raro, pero sin atender demasiado a la conversación o a las palabras.

La primera novela de Andrea Abreu es, por tanto, más que una novela sobre el habla de Canarias y sus particularidades, una grandísima novela sobre la infancia y sus salidas abruptas; es como la Malaherba de Jabois o el Otras voces, otros ámbitos de Capote, un poco por la trama y otro poco por el lenguaje onírico-poético que emplea Abreu en algunos fragmentos. Sea como sea, es una novela redonda donde dos niñas, sin importarles demasiado hablar canario, gallego o portugués, hablan como niñas, precisamente; y lo hacen, además, para tratar aquellos temas que no entienden, que se les escapan de las manos y que no son capaces de afrontar. A ver si, al final, van a ser más complicados de entender los adultos -o los niños, dependiendo de la proximidad- que las expresiones canarias… En cualquier caso, lean Panza de burro como si estuvieran escuchando una canción. Quién sabe: igual terminan animándose y bailando las canciones de su infancia, y para eso no hace falta saber qué significan «chacho», «jediondo» o «jarrapa»; simplemente, dejarse llevar y afinar la jugada.

Fuente: https://revistapopper.com/2020/11/05/panza-de-burro-de-andrea-abreu-el-verdadero-acento-esta-en-la-infancia/




Edición en inglés de Panza de burro


¿Te estregas con tu amiga jarrapa? 

Andrea Abreu define 11 expresiones clave de ‘Panza de Burro’

Juroniando: del verbo juroniar. Meter el jocico en asuntos ajenos. Investigar la vida privada de alguien. Stalkear en físico. Ej: A Chela no le gustaba que estuviésemos juroniando en la parte de arriba, quería mantenerlo todo tal cual estaba antes de que a su hija la encontraran.

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ENTREVISTA A ANDREA ABREU 

(por el poeta Mario Obrero)

Un país para leerlo | RTVE | 21 OCTUBRE 2022







martes, 12 de marzo de 2024

"Todo cuanto amé" | Siri Hustvedt | miércoles 13 marzo | 20 h

 






CONSERVAR EL RECUERDO

Todo cuanto amé, de Siri Hustvedt, Premio Princesa de Asturias de las Letras, es la historia mecanografiada con tiento de toda una vida
Leo Hertzberg atesora en un cajón pequeños objetos de gran valor sentimental que resumen, así sin más, el paso de sus seres más queridos por el mundo

SONIA ASENSIO los diablosazules@infolibre.es | 24 MAYO 2019




Hablar en pasado supone habitar en el recuerdo. Y más si en un breve título aparecen palabras tan grandes como todo y como amar. Todo cuanto amé (Seix Barral, 2018), de Siri Hustvedt, Premio Princesa de Asturias de las Letras, es la historia mecanografiada con tiento de toda una vida, la del profesor e historiador de arte Leo Hertzberg unido para siempre a su amigo y pintor Bill Wechsler y a las familias de ambos.

Cinco cartas fueron suficientes para que Bill supiera que Violet era la mujer de su vida. “Porque me he pasado la mitad del tiempo deambulando ciegamente por tu cuerpo, ebria de felicidad.  Y aún hay en él lugares que no he visitado”. “Quiero que vuelvas a mí, pero incluso si no lo haces yo ya estoy en ti”. Una de las historias de amor más hermosas que he descubierto en mis últimas lecturas, esta de Bill y Violet. Porque el amor sólo es posible cuando yo y tú, hermosos pronombres, se confunden en la enajenación absoluta. “Tú justificas mi existencia”, dice el poeta. “Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido”.

Leo tiene su particular historia de amor con Erica y se quieren y se admiran profundamente. Juntos construyen una familia. Tienen un hijo, Matt, de la misma edad que Mark, el hijo de Bill y de su primera esposa, Lucille. El camino de la vida se agranda, complica y embellece con los hijos. Y hay que estar preparado para los momentos más felices y para los más pesarosos, aunque estos últimos nos apenen tanto, nos debiliten y agoten si son trágicos o aciagos.

A través de la pintura, de los cuadros y obras de Bill o de las Pinturas negras de Goya observadas por Leo, a través de los estudios literarios de Erica y de las investigaciones de Violet sobre la anorexia o la histeria, el lector asiste con pincelada firme a la narración de la vida de seis personas entrelazadas en las alianzas de la amistad y sólo en el recuerdo, de la misma manera que sólo en la contemplación de un lienzo en un momento concreto, existe un verdadero presente.

Leo Hertzberg atesora en un cajón pequeños objetos de gran valor sentimental que resumen, así sin más, la historia del paso de sus seres más queridos por la vida. Una vida que arranca en los campos de concentración de Auschwitz, que deambula por Nueva York, que se asienta en el hogar construido sobre los cimientos del amor, el cariño, la amistad, pero también socavado por personas que nos cruzan y nos tambalean en sus mentiras, mezquindades y traiciones. Hablo en primera persona ahora porque si nos paramos nosotros también y contemplamos nuestro cajón de objetos valiosos e inútiles, nuestros recuerdos se teñirán de sonrisa, de melancolía y de alguna deslealtad y de alguna amargura. Y, como Leo, nos sorprenderemos de haber guardado al final de ese cajón el último recuerdo y quizás el más importante.

Porque todo esto es lo que amó. Porque esto es la novela. Unas páginas construidas con unos personajes muy sólidos con los que te apetece compartir las tardes de invierno y por qué no, todos los momentos que te permite el día. Porque Todo cuanto amé es una novela que te invita a leerla como las novelas de antaño, es decir, del tirón. Una novela que aleja sin remordimiento las obligaciones para poder observar como el visitante de una galería de arte, la vida. La vida, en este caso descrita a través de la belleza de la creación de un talentoso pintor y de la dureza y la amargura que lleva implícita. Como dice mi madre con gran sabiduría, las cosas buenas y malas, sólo cambian de casa.

Verán que no cuento mucho del argumento. Y es que sería una osadía. Para saber por qué esta es una gran novela deben abrir ustedes solos el cajón de Leo. Conocer a Matt y a Mark. Leer las cartas de Violet. Y llegarán conmigo a la certeza de que Siri Hustvedt ha escrito una obra portentosa que nos acerca a nosotros mismos, a nuestras reflexiones más íntimas. Y porque es literatura y es mentira, pero sus personajes se quedan a este lado de las páginas, ya con el libro cerrado para siempre.

Fuente: https://www.infolibre.es/noticias/los_diablos_azules/2019/05/24/todo_cuanto_ame_siri_hustvedt_95277_1821.html


 









martes, 13 de febrero de 2024

"Las alegres" | Ginés Sánchez| jueves 14 febrero | 20 h

 




UNA LATINOAMÉRICA DE LA MENTE: SOBRE 'LAS ALEGRES' DE GINÉS SÁNCHEZ

Las alegres transita del lado de la vida, claro. Y también nos ayuda a nosotros, lectores de aquí y de allá, a encontrar en ese valiente pasarse de la raya una literatura que convive con la historia

Algo en mi interior, una fuerza poderosa que se suele denominar oficio pero que en mi caso tiende a hacerme llenar páginas y páginas de tópicos, casi teclea por mí un arranque diferente a este texto: Esta no será una reseña al uso. Así. A pelo. Sea lo que sea una reseña al uso, vamos a huir de ella. Casi estoy por añadir que toda reseña al uso empieza advirtiendo que no lo será.

¿Qué es, entonces, una reseña al uso? ¿Existe, es concebible una reseña al desuso? ¿Qué reacciones nos provoca la literatura usual? ¿Y la inusual? ¿Quién dice qué es el uso literario, qué el abuso, qué ha caído en desuso? ¿Qué libro ha quedado inconcluso, dejándote patidifuso, obtuso o tal vez hasta bielorruso? Esta reseña se va a ocupar de lo que entendemos por uso, descontando sindicatos.

En Las alegres (Tusquets, 2020), Ginés Sánchez ubica al lector en una Latinoamérica sintética, una Cheetah más collage que ficción que actualiza una tradición de toponimias literarias que pasa, sí, por Comala o Macondo, y también -claro- por la Santa Teresa de Bolaño, pero también por la San Cristóbal de Andrés Barba en República luminosa o el Puesto del Este de Cristina Fallarás.

La técnica es fragmentaria y coral, con la apabullante perfección técnica marca de la casa a que nos tiene acostumbrados Sánchez: cada escena marcha a un ritmo -narrativo y sintáctico- propio pero sincronizado con el tiempo macro de la novela. El trabajo con el lenguaje es ingente, si bien más sutil que en anteriores obras del autor, que ha hecho del virtuosismo con los infinitos registros del español americano seña de identidad desde Los gatos pardos. Documentos policiales, académicos, sociológicos, históricos, periodísticos se intercalan con diálogos que amplían la toma hasta los poros de la piel, en escenas de crudeza contenida, horror semielidido que toma del archivo subconsciente del lector el ingrediente que falta para una experiencia literaria intensísima.

Ahora deténgase, querido lector, y relea los dos últimos párrafos: he ahí mi reseña al uso, y he necesitado demostrarle que podía hacerla. Ya puede usted salir con toda tranquilidad de este texto, que transitará en adelante por un territorio estrictamente extraliterario.

Esto es, extraliterario si para usted la literatura es tiki-taka adjetival y virtuosismo en la relojería, y todo lo demás es literatura. En caso contrario no tema, en este texto no estamos a Rolex. O sí. Estamos a setas y a Rolex, como siempre. Tema setas: en Las alegres hailas. Muchas. Un grupo de mujeres se organiza, en un contexto de extrema violencia machista estructural, para pasar a la acción. Toda la novela persigue pistas de esa acción, que siempre parece quedar detrás de un velo, de un subgrupo dentro de otro subgrupo, de una conocida de una conocida. Sin embargo, y aunque la acción no pueda ser documentada, aparecen cadáveres. De hombres esta vez. No inocentes. La prensa de Cheetah, así como su masculinísima intelectualidad, enloquece: qué está pasando con estas mujeres locas, adónde vamos a llegar, qué nueva enfermedad corroe nuestra sociedad y nuestra moral.

Y aquí llegamos al triple salto mortal, el rasgo que le otorga a Las alegres su genuino sabor: cuando las críticas al uso que la novela ha despertado se emparentan con los textos que, dentro del libro, analizan sin mucha fortuna el alzamiento feminista que sacude el país. Los pero a dónde vamos a llegar se mezclan con los esto ya no es literatura, los cuando las mujeres usan la violencia pierden la razón con los qué necesidad había de hablar de esto (cito todo el rato de memoria). Límites. Usos. Quién los traza. Quién los vigila. Quién sanciona qué es terrorismo, qué protesta, qué panfleto, qué literatura.

Las alegres se instala en un terreno literario explosivo que sacude los cauces de un canon implosivo, se posiciona de otro lado, obliga a mentes biempensantes al uso a remarcar esos buenos usos de toda la vida, cuando los libros no se salían del repertorio narrativo y moral reglamentario. Las alegres transita del lado de la vida, claro. Y también nos ayuda a nosotros, lectores de aquí y de allá, a encontrar en ese valiente pasarse de la raya una literatura que convive con la historia, con la violencia, con el pánico, con el dilema, con el valor. Con la vida de las mujeres, en suma.


JOSÉ DANIEL ESPEJO

Fuente: https://www.eldiario.es/murcia/leer-el-presente/latinoamerica-mente-alegres-gines-sanchez_132_6229502.html


LAS ALEGRES, PREMIO AL LIBRO MURCIANO DE 2020

ENTREVISTA A GINÉS SÁNCHEZ 


miércoles, 24 de enero de 2024

"Hamnet" | Maggie O'Farrell | jueves 25 enero | 20 h

 


"Hamnet" es el nombre del hijo de William Shakespeare, que murió a los 11 años. La novela de Maggie O'Farrell recrea el ambiente histórico pero es mucho más que eso.

El título de la novela es engañoso: en realidad, la protagonista es Agnes, la madre de Hamnet y esposa de Shakespeare. Se sabe que se llamaba Anne Hathaway pero su padre, en el testamento, la llamó Agnes y O’Farrell prefirió este nombre, quizá para acentuar la operación especulativa. Es una gran idea porque este cambio de nombre y, después, nunca mencionar por el suyo a Shakespeare produce un distanciamiento grato y convierte a Hamnet en algo muy diferente a una novela histórica o un intento de reconstruir las vidas de personajes casi mitológicos aunque en alguna medida esté inspirada en hechos y lugares reales.

La ausencia del nombre de William aleja cualquier efecto trillado de intentar “imitar” el habla del hombre-mito. Agnes, entonces: el pueblo la considera una bruja, una criatura del bosque; es una joven hermosa que conoce los poderes de las hierbas y la naturaleza, como muchas mujeres de su época, como su propia madre. Y como muchas otras, es analfabeta. El profesor de latín (Shakespeare) la ve entrenando un ave de presa e inmediatamente lo fascina su gracia y valentía. Es un poco más joven que ella y lo enloquece la capacidad visionaria de Agnes de (casi siempre) adivinar el futuro.

La novela funciona en dos planos narrativos y en varios registros. Por un lado está el presente: Hamnet, su enfermedad (no se sabe de qué murió el hijo de Shakespeare: O’Farrell imagina una posibilidad) y por el otro, el romance del padre y la madre, junto con los problemas familiares de ambos y el crecimiento de Agnes de chica arisca e hija de un granjero rico a curandera excepcional. Los registros incluyen la vida cotidiana de las mujeres, cierto aire sobrenatural dominado por la figura élfica de Agnes y la reconstrucción de época, desde la tarea de vender guantes hechos en una granja hasta cómo llega la peste desde Alejandría al pueblo de Stratford, en un capítulo deslumbrante que sigue la trayectoria de las pulgas infecciosas entre cristales de Murano y grumetes y monos amaestrados.

El campo, el pueblo la ciudad; la enfermedad, los lazos familiares, las plantas medicinales; el amor y sus desvelos y altibajos. Hamnet es una novela sobre el duelo y el escándalo de la muerte de un niño, y cómo una pareja que se ama intensamente puede resquebrajarse ante el dolor y las diferentes formas de afrontarlo que asume cada uno. En la segunda parte, Hamnet ya no tiene capítulos sino fragmentos, algunos más breves que otros, como si intentara reflejar esa rotura, la que provoca la ausencia y la de la pareja que se aleja porque el dolor los lleva por diferentes pasajes. Hamnet tiene escenas inolvidables: la costura de la mortaja del niño y su entierro es un pasaje desgarrador, y la primera escena de sexo entre Agnes y el profesor del latín en el galpón de las manzanas es de un erotismo para nada tímido aunque tierno y estilizado. 

Y lo más notable, quizá, es que aunque tiene la apariencia de una novela histórica y un verosímil de construcción magistral (todo el tiempo estamos leyendo, sin dudas, sobre Shakespeare y su familia) también hay algo etéreo, fuera del tiempo, que nos dice esto es especulación, esta también es la historia de cómo nos extraviamos cuando se suelta esa estaca que parece tener amarrado al mundo. 

Cómo nos perdemos en el duelo y cómo también, a veces, en esa oscuridad encontramos la trascendencia.

Mariana Enriquez
https://www.pagina12.com.ar/400195-hamnet-de-maggie-o-farrell



El único retrato que se cree que representa a Anne Hathaway



 

lunes, 11 de diciembre de 2023

"La mala entraña" | Elena Alonso Frayle | miércoles 13 diciembre | 20 h

 





 
jueves, 12 de diciembre de 2019
El XVI Premio Setenil

Dicen que a la tercera va la vencida, y, en mi caso, el refrán se ha cumplido rigurosamente, pues, tras tres ocasiones en que un libro de mi autoría quedaba finalista en este premio, a principios de noviembre me comunicaron que mi volumen de relatos "La mala entraña" (Baile del Sol) había sido elegido como el ganador de la edición de este año.

El Premio Setenil, otorgado por el Ayuntamiento de Molina de Segura, distingue anualmente al mejor libro de relatos publicado en España. Recibe la denominación informal de "Óscar del cuento"; se trata, en cualquier caso, del referente más importante del país en cuanto a calidad en el género breve. Para un cuentista, la máxima distinción a la que puede acceder en España.

Estas fueron algunas de las consideraciones del jurado en su fallo:

Con su escritura absorbente, Elena Alonso Frayle urde unas historias de tensión creciente que persuaden y perturban, que atraen irresistiblemente e incomodan, que hablan de comportamientos atávicos y de pulsiones indeseadas pugnando por abrirse paso, unas historias que reverberan después de la lectura (...). Hay un equilibrio perfecto entre la madurez expresiva y la provocación inquietante. Y la suma de magníficos diálogos y de finales ambiguos redondea la precisión, la inteligencia y la extrañeza de un libro de una sutil ferocidad.

(del blog de Elena Alonso Frayle: https://elealonsofrayle.blogspot.com/)


DOS RESEÑAS DE La mala entraña

Conocía el nombre de Elena Alonso Frayle por ser la ganadora de diversos certámenes de cuentos. El hecho de que este año su libro La mala entraña haya recibido el Premio Setenil, que se concede al mejor libro de cuentos editado en España, me ha llevado a adquirirlo. 

Lo he leído de un tirón y puedo decir que he disfrutado mucho. Sin duda, el aspecto que más me interesa es la capacidad para narrar las historias con una agilidad casi inusitada y una incuestionable facilidad para indagar en la materia psicológica y conductual de los personajes. Acabado el libro, tiene uno la sensación de que Elena Alonso es una escritora que aborda cuestiones cotidianas –turbias pasiones y extraños pensamientos– y las narra impecablemente. 

Diría que sabe capturar al lector con las primeras líneas y llevarlo hasta las últimas. Esta era –y recuerdo de memoria– una de las más eficaces cualidades que debía poseer un cuentista, según el maestro Horacio Quiroga. Y Elena Alonso sabe hacerlo.

Bastaría con leer el cuento “La buena hija”,  ganador del LXVI Concurso Literario de “La Felguera” –certamen de incuestionado prestigio–, para comprobar por qué vale la pena leer estos relatos. No sin cierto temor, me atrevo a decir que este cuento es un relato excepcional, un cuento que plantea el sinsentido del terrorismo etarra y cuestiona el valor de los afectos en un mundo destruido por los odios. Es el cuento perfecto para expresar las secuelas de la violencia etarra, así como Patria de Aramburu es la obra que desvela esa anomalía histórica que muchos han padecido.

Con una mayor ambición constructiva, en “La mujer promiscua”, la autora recrea dos mundos: por un lado, el declive creativo de un escritor que acude a Zagreb para dar una charla en el Instituto Cervantes; y, por otro, el impacto que su intérprete (Silvija) le produce: una mujer que aúna entereza y sensualidad, belleza y misterio, y que poco a poco le va descubriendo el origen de un secreto que oculta, un material narrativo que descubre las violaciones de todo tipo cometidas durante la guerra de los Balcanes, porque se trata de un dolor que necesita ser narrado.

En “Misericordia” se combinan varios elementos temáticos: la exuberancia corporal de una bella mujer que amamanta a su hijo; sus fantasías sexuales en las que tienen cabida una extraña compasión hacia un discapacitado, que llega incluso a excitarla y a sentir que la culminación de ese deseo sería algo así como un ejemplo de misericordia y generosidad; y la tensión y el miedo que ella siente también ante la imprevisible obsesión de Jonás (el joven discapacitado), quien la desea. Estos aspectos, perfectamente encajados, van tensionando el argumento de un relato que se cierra con un final abierto.

En “La calle de Mary Quant”, quizá uno de mis preferidos, asistimos a la frustración que siente una mujer al descubrir que un antiguo amante no la reconoce, o tal vez sea todo una confusión o un error de Mabel, una mujer casada y con dos hijas que aprovecha un fin de semana sola para invitar a su antiguo amante, un relevante filósofo. Ella asiste a escuchar la conferencia que Horacio va a impartir y decide invitarle a su casa a tomar un vino francés especialmente comprado para la ocasión. Pero Horacio no la reconoce ni recuerda nada, mientras al otro lado de la puerta se escucha la parada del ascensor que anuncia que Juan, el marido de Mabel, ha regresado de manera inesperada. Un final sugerente en un cuento en el que las palabras de Mabel pueden ser certeras: “A lo mejor todos vivimos equivocados con nuestros recuerdos y con la trama de añoranzas con la que fraguamos nuestros anhelos” (p. 167).

El cuento que da título al libro, “La mala entraña”, es un ejercicio narrativo sobresaliente, pero basado en un argumento ciertamente vacuo: la conciencia del mal acaba apareciendo en unos personajes que se cuestionan el dolor que provocan sus reiteradas bromas y maldades.

Con un estilo limpio y cuidado, ajeno a ciertas florituras estilísticas, desenreda los argumentos de sus relatos con una gran maestría. En el cuento que cierra el volumen, “El ojo de Dios”, se crea una atmósfera inquietante que sugiere un final trágico, si bien el elemento mágico de un “ojo” en el techo del baño introduce cierta polisemia en un final otra vez abierto. Además, desliza también algunos aciertos expresivos: “Enseguida se formaba una cordillera de espuma algodonosa sobre el lecho del agua, y a Irene le gustaba sumergirse hasta que le brotaban arrugas en las yemas de los dedos” (190).   

Julián Montesinos Ruiz
https://dontejoquidelapanza.blogspot.com/search/label/Alonso%20Frayle%20Elena





Otra sorpresa agradable para empezar el mes de agosto: los magníficos relatos que forman La mala entraña, de Elena Alonso Frayle, publicados por la editorial isleña Baile del Sol, donde se analizan con escrupulosa exactitud y con encomiable belleza literaria multitud de emociones del ser humano.

Aquí nos encontramos con chicos aburridos y malévolos, que no dejan de planear y ejecutar gamberradas (telefónicas y personales), hasta que su líder pergeña una que incluso a ellos les provoca un escalofrío (“La mala entraña”); o descubrimos la inquietante electricidad sexual que se genera entre una madre lactante y su joven vecino discapacitado (“Misericordia”); o contemplamos qué siente y cómo se comporta la hija de un etarra cuando su progenitor se encuentra en los últimos días de una enfermedad terminal (“La buena hija”); o nos desasosiega el corazón el modo en que una mujer madura aprovecha el fin de semana en que sus hijos y su marido se encuentran fuera para recuperar la relación con un viejo amante parisino de su juventud (“La calle de Mary Quant”); o nos subimos en avión con una madre amargada, triste e iracunda, que viaja a Nueva York para acompañar a su hija antes de que sea tarde (“Amados hijos muertos”); o nos enfurecemos con la crueldad sádica de una sirvienta, que atormenta a una niña rica con imágenes perturbadoras (“El ojo de Dios”).

El volumen, elegante y airoso, no decae en ningún momento, y demuestra que la autora (varias veces finalista del premio Setenil, además de ganadora de premios como el Alandar o el Ala Delta) es un valor firme de la narrativa actual, con un impresionante futuro. 

Conviene estar pendiente de sus libros: nunca defraudan.

Rubén Castillo
https://rubencastillo.blogspot.com/2019/08/la-mala-entrana.html





The destructors - Los destructores
(1954)
Un cuento de Graham Greene mencionado 
en el relato La mala entraña

FUE LA VÍSPERA del Día Feriado de Agosto cuando el último recluta se convirtió en el jefe de la pandilla de Wormsley Common. A ninguno le causó sorpresa excepto a Mike; pero a Mike, a los nueve años, todo le causaba sorpresa. “Si no cierras la boca”, le dijeron un día, “se te va a meter una mosca”. Desde entonces Mike mantenía los dientes cerrados como una ostra, salvo cuando la sorpresa era demasiado grande.




lunes, 13 de noviembre de 2023

"El olmo del Cáucaso" | Jiro Taniguchi & Ryuichiro Utsumi | miércoles 15 noviembre | 20 h

 



Jiro Taniguchi es un viejo conocido de esta página. Al hablar del excepcional autor japonés en seguida salen conceptos como “humanismo”, “memoria”, “detalle”, “delicadeza”, «intimismo», “sentimiento”, “profundidad”, “calidez”, etc. que adornan la verdad incontestable de que estamos ante un maestro de lo suyo. Y lo suyo es el alma humana. En formato de cómic, sí, ¿pero desde cuando el alma humana entiende de vasijas o recipientes?


El olmo del Cáucaso, publicado en Japón en 1993, revalida observaciones anteriores: el dibujo es precioso; la narrativa, clara y exacta; las historias, evocadoras. Su pincel explora y despliega una anécdota encantadora, desde entonces inolvidable. Todo esto se ha dicho antes; acaso mejor. En este sentido, los ocho relatos reunidos bajo este epígrafe son “más de lo mismo”. Entendido que esto mismo es, en realidad, maravilloso y no queremos que cambie.




Observamos, con todo, nuevas constantes, pequeñas divergencias, acordes que no desentonan, pero que suben la melodía una octava: la enfermedad, el temperamento artístico, visos de misoginia, cierto moralismo de la vieja escuela, sin duda extraídos de la literatura de Utsumi. Ryuichiro Utsumi, novelista japonés (1937-2015) y completo desconocido por estos lares, cedió su prosa a las imágenes de Taniguchi, un vibrante maridaje que ni siquiera sospecharíamos de no reparar en la abundancia de los cuadros de texto, más “literarios” de lo que acostumbra, y la sutil insistencia en asuntos relativos al ocaso de la vida que podrían quedar enmascarados entre la interpelación habitual a la memoria, por una vez desligada de la figura paterna.



El olmo del Cáucaso es puro Taniguchi. Y amamos a Taniguchi porque…

… sus personajes viven y respiran, pero su bonhomía no se detiene en los seres humanos sino que abarca a toda la creación. En el bello cuento que da título al volumen (págs.5-30) descubrimos que las cosas que apreciamos, que hemos llegado a amar como parte de nosotros mismos, nacieron a veces como incomodidad o incomprensión, una piedrecita en el engranaje de los cuidadosos proyectos que fútilmente habíamos planeado. Un árbol puede encerrar la esencia de lo que somos y servirnos de espejo en nuestra relación con la naturaleza y los demás.

… nuestros actos son a veces malinterpretados, sobre todo si un adulto pretende discernir los sentimientos de un niño. En El caballo blanco de madera (págs.31-56) volvemos a recrearnos en la maestría de Taniguchi para las expresiones faciales. Una fina línea, ligeramente curva, puede ser todo lo que necesitamos para destapar el cariño escondido tras los labios. En El paraguas (págs.107-134) los dos hermanos, distanciados tras el divorcio de sus padres, van creciendo ante nuestros ojos, conservando sus rasgos esenciales, pero ocultando tras despechos, mimos o indiferencia la naturaleza de sus afectos.

… la vida juega malas pasadas y a veces hacemos daño a quienes amamos sin razón aparente. En Reencuentro (págs.57-82) un diseñador de fama descubre por casualidad la presencia cercana de su hija, a quien abandonó cuando era un bebé. El éxito profesional no ha borrado las decepciones de la vida, implantadas ya en ese pelo que ralea, esas gafas necesarias y esos kilitos de más. El recuerdo de una infancia truncada queda preso en un cuadro triste expuesto en una galería que pide a gritos una reconciliación.

 … la felicidad reside en las cosas sencillas, especialmente a medida que lo que nos queda por delante es bastante menos que lo que hemos dejado atrás. En La vida de mi hermano (págs.83-106) dos ancianos charlan en una fonda sobre los distintos caminos tomados y sus consecuencias. En Los alrededores del museo (págs.135-160), Taniguchi destina una de sus raras splash page a una pareja de jubilados sentados en un parque, compartiendo delicadas confidencias una tarde de verano. En la 1ª, el autor dibuja cada ventana, calle o línea telefónica, en insuperables fondos que respiran autenticidad; en la 2ª, la pequeña naturaleza urbana de cielos pletóricos y árboles en flor inyectan su vitalidad a los cansados cuerpos de los protagonistas.

 … la infancia nunca fue ese paraíso que nos empeñamos en recrear. En Atravesando el bosque (págs.161-186) un chaval descubre durante una improvisada excursión que empieza a comprender las trampas del mundo adulto y envidia la ingenuidad de su hermano menor, que -a sus decepcionados ojos- tiene todavía una oportunidad de ser feliz.

… la soledad y la incomprensión pueden confundirse con desprecio o maldad. En la emotiva Su pueblo natal (págs.187-214) una joven francesa sobrevive a una terrible pérdida abrazando las costumbres de su país de adopción. El arte del katazome (tintura realizada con plantilla) le servirá para encontrarse a sí misma y a los demás.

 

 

En definitiva, Taniguchi lo ha vuelto a hacer. Si gustan -como yo- de las historias cortas, de los pequeños retazos de vida que tan bien retrata el autor, este volumen, publicado por Ponent Mon en 2004, les hará pasar unos gratos momentos. Contiene, al menos, dos obras maestras (El olmo del Cáucaso y Su pueblo natal) que nadie debería perderse. La edición, como viene siendo habitual, es la versión adaptada al sentido de lectura occidental por Frédéric Boilet (La espinaca de Yukiko), según expreso deseo del autor nipón.


Javier Agrafojo

https://www.zonanegativa.com/el-olmo-del-caucaso/