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"Panza de burro" | Andrea Abreu | miércoles 17 abril | 19 h
‘Panza de burro’, de Andrea Abreu: el verdadero acento está en la infancia
ALFONSO MARESCHAL | 5 NOVIEMBRE 2020
Hace ya unos cuantos
años, el columnista gallego Julio Camba (Pontevedra, 1884 – Madrid,
1962) publicaba un breve artículo titulado El acento en su periódico
de siempre. Tiempo después, el texto aparecería recogido en su propia antología
personal de artículos selectos, Mis páginas mejores (Gredos, 1956), y
pasaría a la historia del periodismo patrio por frases como éstas: «No se le
autorizaba a nadie acento ninguno. Una marquesa con dejo gallego o catalán,
andaluz o madrileño, les resultaba inadmisible, como si las marquesas no
nacieran en ninguna parte. Y la pobrecita muda no podría romper a hablar hasta
que hubiera desnaturalizado su voz por completo y lograra expresarse como un
fonógrafo (…). Pero yo no quiero hacer comentarios sobre el acento gallego. En
esto de los acentos tengo una experiencia algo desagradable y no desearía
repetirla con mis propios paisanos».
El artículo en
cuestión trataba sobre una ilustre compañía actoral española y sobre dos de sus
más jóvenes y prometedoras representantes, que, por cuestiones de la edad, sólo
interpretaban papeles secundarios y mudos, a raíz de un fuerte acento gallego que
las limitaba a la hora de pronunciar correctamente algunas de las
frases del guion. A lo largo de la columna, por tanto, el lector se indigna y
se estremece por las particularidades derivadas de este asunto: los usos del
idioma y la preponderancia del dialecto frente a las limitaciones de una lengua
común; sin embargo, se olvida siempre de lo más importante: que estamos
hablando de la forma que tienen de hablar dos niñas pequeñas, de una manera de
contar las cosas propia de la infancia que es, incluso, capaz de esconder más
verdad, más personalidad y más significado que el gallego, que el canario, que
el andaluz o que el mismísimo castellano neutro de la Meseta Central.
Normalmente, cuando un
par de niñas -y más aún en un contexto literario, o periodístico- hablan de una
manera diferente a la habitual o, al menos, distinta a la que de ellas se
espera, los demás solemos prestarles tanta atención a los detalles que terminamos
olvidándonos del resto: de lo que dicen, de cómo lo dicen, de hasta qué punto
sienten lo que dicen; por el contrario, nos fijamos en lo desconocido, en lo
anecdótico, en lo novedoso y perdemos de vista todo lo que no suponga, en el
momento, una brutal dosis de originalidad.
Sin ir más lejos, esto es lo que ha sucedido recientemente con Panza de burro (Editorial Barrett, 2020), el debut narrativo de la tinerfeña Andrea Abreu (Icod de los Vinos, 1995), autora de una de las novelas más celebradas de los últimos tiempos; especialmente, gracias al uso de canarismos y de expresiones locales que han logrado cruzar el océano Atlántico y fascinar al lector peninsular, aunque éste no termine de entenderlas del todo. En palabras de su editora, Sabina Urraca, lo que pretendían era clamar «por que la literatura sea un fluido que se cuele en el cerebro de forma compacta, sin detenerse en un eventual tropezón lingüístico. Que se lea como se escucha una canción, una canción en un idioma extraño que el cerebro, a fuerza de escucharla, vaya desentrañando. Además, casi nadie quiere viajar a un lugar donde lo entienda todo perfectamente», pero no siempre ha salido como ellas mismas esperaban, sino que, a veces, los lectores se quedan atascados en la superficie, atrapados en esa palabra extraña que no logran descifrar (como «machango», «mujo» o «abobito»), y se pierden lo mejor. Todo, por no leer como se escucha una canción extranjera, que diría Urraca.
En el fondo,
descubrir Panza de burro es como descubrir el reguetón, como les
pasaba a las dos niñas protagonistas de la novela cuando, a las puertas de la
adolescencia, descubrieron a la banda dominicana Aventura: si uno se
limita a escuchar la melodía o el acento caribeño de sus componentes se
perderá, seguramente, lo mejor: la letra. Del mismo modo, si uno se queda en
los canarismos y en las expresiones locales de Abreu, seguramente, también se
pierda lo mejor: la manera de vivir y de comunicarse que tiene la juventud, que
magistralmente -más aún, incluso, que las expresiones canarias y los
localismos- refleja Andrea Abreu a lo largo de su obra. A mitad de la novela,
de hecho, la autora se pone a describir la «tristeza extraña» de Isora, una de
las dos protagonistas, e incide en ella en los siguientes términos: «así como
un martilleo era su tristeza, como un picapinos perforando la madera
piquipiquipiqui y repetía me quiero quitar la vida, me quiero morir. Y lo decía
así, con esas palabras, como si tuviera cincuenta años y no diez». El quid de
la cuestión, por tanto, está en hablar acorde a la niñez; y no en hacerlo de un
modo más o menos canario, que, en el fondo, es lo de menos.
A este respecto,
contaba Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes (Acantilado,
2002) que «en la infancia, (…) las palabras que se cambian los adultos entre sí
no las comprendemos ni nos interesan; al contrario, nos aburren infinitamente.
Nos interesan, sin embargo, sus decisiones, que pueden cambiar el curso de
nuestras jornadas, los malhumores, que ensombrecen las comidas y las cenas (…).
Entramos en la adolescencia cuando las palabras que se cambian los adultos
entre sí se nos hacen inteligibles; inteligibles pero sin importancia para
nosotros, porque nos ha llegado a ser indiferente el que en nuestra casa reine
o no la paz». Así, Isora y su mejor amiga (la voz en primera persona que se
dedica a narrar) huyen de la manera que tienen los adultos para comunicarse con
los demás, pero, al mismo tiempo, empiezan a entenderlas: las palabras
«responsabilidad», «trabajo» o «amor» cobran sentido, de pronto; y otras como
«pepe», «cuca» o «foquin bitch» comienzan a diluirse. Mientras tanto, las niñas
tontean con el inicio de la adolescencia, con esa etapa en la que, según
Ginzburg, «sentimos que no podemos ser felices si en la escuela los otros
muchachos nos han despreciado un poco. Haremos cualquier cosa para salvarnos de
este desprecio: y hacemos cualquier cosa», aunque sea perseguir a Isora por los
montes y las huertas, o seguirla a pies juntillas por entre las lajas rotas del
canal.
Huyendo de las
palabras graves y profundas, de las palabras adultas, de hecho, es como se
define la relación de amistad que surge entre las dos protagonistas de la
historia: «Me repetí que nosotras no éramos como esas amigas que se tocaban y
se decían te quiero»; y también es como acaba la novela: con un término
horrible, inenarrable, tan adulto que si nadie en todo el pueblo suele ser
capaz de enunciarlo delante de una persona de cincuenta o de sesenta años,
¡¡imagínense de diez!!
Fíjense ustedes, entonces, hasta qué punto llegaba la amistad entre Isora y la voz principal que, cuando ambas se enfadaban entre sí, ésta dejaba, incluso, de hablar: «ese día estuve yo muy callada, como todo el resto de días en los que no había sido amiga de Isora, cantando para mis adentros una canción de Aventura». Ya ven, así, hasta dónde es capaz de llegar el poder de las palabras a edades tempranas; y, claro, también eso tan cursi -y necesario- que algunos han llamado el poder de la amistad. «Porque si algo yo sabía era que Isora y yo estábamos hechas como estaban hechas las cosas que nacen para vivir y morir juntas»; y crecer, por descontado, entraba dentro del plan: ir a la playa solas -¡por fin!-, darse sus primeros besos «de novios», escapar de una vez por todas de la eterna panza de burro y del barrio de El Amparo y, quizás, no volver jamás; como si estuviesen huyendo de una de las erupciones del vulcán, dejando atrás todos los bártulos y todos los enseres de la niñez, sólo acordándose de los creyones del colegio, de «todas las cajas de regalices y los paquetes de papas con tazos dentro y las gomitas y los chicles de güevo de camello (…), los sacos llenos de gatos y los paquetes de munchitos y los kilos y kilos de latas de canvaca, y veíamos la tierra vuelta puro fuego. La lava del vulcán cubriéndolo todo (…) como si en ese sitio nunca hubiera habido nada, ni una isla, ni un barrio, ni una niña dentro de ese barrio estregándose sola hasta sacarse la sangre».
Decía el poeta Rainer
Maria Rilke, allá por el siglo XX, que «la verdadera patria del hombre es la
infancia»; y nosotros no entendemos, a estas alturas, por qué algunos se
empeñan en buscar patrias ajenas, inventadas o modernas si, luego, el exilio es
lo único que encuentran; el exilio que supone hacerse mayores y fijarnos más en
lo anecdótico -como es el acento, el uso del idioma o el léxico- que
en lo que verdaderamente importa. Con todo, también estamos del lado de Sabina
Urraca, inteligentísima editora de este texto: «huyamos de los lugares comunes
fácilmente explotables por los medios: Panza de burro no es una
historia que refleje el habla canaria, porque es solo el habla de un lugar
concreto, de un barrio concreto, de dos niñas concretas (…). En el proceso de
edición, he sentido una identificación con su habla, ciertos momentos de
comunión absoluta, pero también la extrañeza excitada de quien mira un animal
desconocido —de nuevo la bestia salvaje siendo adoptada— pues la infancia de
Andrea —o quizás debería decir la infancia de Isora y la protagonista—
transcurrió a una hora y media en guagua de la mía». De nuevo, la niñez
exaltada, desatada y salvaje frente a aquellos que se niegan a detenerse y a
admirarla y, por el contrario, se quedan simplemente de pie: oyendo hablar,
oyendo pronunciar de un modo curioso o raro, pero sin atender demasiado a
la conversación o a las palabras.
La primera novela de
Andrea Abreu es, por tanto, más que una novela sobre el habla de Canarias y sus
particularidades, una grandísima novela sobre la infancia y sus salidas
abruptas; es como la Malaherba de Jabois o el Otras
voces, otros ámbitos de Capote, un poco por la trama y otro poco por
el lenguaje onírico-poético que emplea Abreu en algunos fragmentos. Sea como
sea, es una novela redonda donde dos niñas, sin importarles demasiado hablar
canario, gallego o portugués, hablan como niñas, precisamente; y lo hacen,
además, para tratar aquellos temas que no entienden, que se les escapan de las
manos y que no son capaces de afrontar. A ver si, al final, van a ser más
complicados de entender los adultos -o los niños, dependiendo de la proximidad-
que las expresiones canarias… En cualquier caso, lean Panza de burro como
si estuvieran escuchando una canción. Quién sabe: igual terminan animándose y
bailando las canciones de su infancia, y para eso no hace falta saber qué
significan «chacho», «jediondo» o «jarrapa»; simplemente, dejarse llevar y
afinar la jugada.
Fuente: https://revistapopper.com/2020/11/05/panza-de-burro-de-andrea-abreu-el-verdadero-acento-esta-en-la-infancia/
¿Te estregas con tu amiga jarrapa?
Andrea Abreu define 11 expresiones clave de ‘Panza de Burro’
Juroniando: del verbo juroniar. Meter el jocico en asuntos ajenos. Investigar la vida privada de alguien. Stalkear en físico. Ej: A Chela no le gustaba que estuviésemos juroniando en la parte de arriba, quería mantenerlo todo tal cual estaba antes de que a su hija la encontraran.
ENTREVISTA A ANDREA ABREU
(por el poeta Mario Obrero)
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UNA LATINOAMÉRICA DE LA MENTE:
SOBRE 'LAS ALEGRES' DE GINÉS SÁNCHEZ
Las alegres transita del lado de
la vida, claro. Y también nos ayuda a nosotros, lectores de aquí y de allá, a
encontrar en ese valiente pasarse de la raya una literatura que convive con la
historia
Algo en mi interior, una fuerza poderosa que se suele denominar oficio pero que en mi caso tiende a hacerme llenar páginas y páginas de tópicos, casi teclea por mí un arranque diferente a este texto: Esta no será una reseña al uso. Así. A pelo. Sea lo que sea una reseña al uso, vamos a huir de ella. Casi estoy por añadir que toda reseña al uso empieza advirtiendo que no lo será.
¿Qué es, entonces, una reseña al
uso? ¿Existe, es concebible una reseña al desuso? ¿Qué reacciones nos provoca
la literatura usual? ¿Y la inusual? ¿Quién dice qué es el uso literario, qué el
abuso, qué ha caído en desuso? ¿Qué libro ha quedado inconcluso, dejándote
patidifuso, obtuso o tal vez hasta bielorruso? Esta reseña se va a ocupar de lo
que entendemos por uso, descontando sindicatos.
En Las alegres (Tusquets, 2020),
Ginés Sánchez ubica al lector en una Latinoamérica sintética, una Cheetah más
collage que ficción que actualiza una tradición de toponimias literarias que
pasa, sí, por Comala o Macondo, y también -claro- por la Santa Teresa de Bolaño, pero también por la San Cristóbal de Andrés Barba en República luminosa
o el Puesto del Este de Cristina Fallarás.
La técnica es fragmentaria y
coral, con la apabullante perfección técnica marca de la casa a que nos tiene
acostumbrados Sánchez: cada escena marcha a un ritmo -narrativo y sintáctico-
propio pero sincronizado con el tiempo macro de la novela. El trabajo con el
lenguaje es ingente, si bien más sutil que en anteriores obras del autor, que
ha hecho del virtuosismo con los infinitos registros del español americano seña
de identidad desde Los gatos pardos. Documentos policiales, académicos,
sociológicos, históricos, periodísticos se intercalan con diálogos que amplían
la toma hasta los poros de la piel, en escenas de crudeza contenida, horror
semielidido que toma del archivo subconsciente del lector el ingrediente que
falta para una experiencia literaria intensísima.
Ahora deténgase, querido lector,
y relea los dos últimos párrafos: he ahí mi reseña al uso, y he necesitado
demostrarle que podía hacerla. Ya puede usted salir con toda tranquilidad de
este texto, que transitará en adelante por un territorio estrictamente
extraliterario.
Esto es, extraliterario si para
usted la literatura es tiki-taka adjetival y virtuosismo en la relojería, y
todo lo demás es literatura. En caso contrario no tema, en este texto no
estamos a Rolex. O sí. Estamos a setas y a Rolex, como siempre. Tema setas: en
Las alegres hailas. Muchas. Un grupo de mujeres se organiza, en un contexto de
extrema violencia machista estructural, para pasar a la acción. Toda la novela
persigue pistas de esa acción, que siempre parece quedar detrás de un velo, de
un subgrupo dentro de otro subgrupo, de una conocida de una conocida. Sin
embargo, y aunque la acción no pueda ser documentada, aparecen cadáveres. De
hombres esta vez. No inocentes. La prensa de Cheetah, así como su masculinísima
intelectualidad, enloquece: qué está pasando con estas mujeres locas, adónde
vamos a llegar, qué nueva enfermedad corroe nuestra sociedad y nuestra moral.
Y aquí llegamos al triple salto
mortal, el rasgo que le otorga a Las alegres su genuino sabor: cuando las
críticas al uso que la novela ha despertado se emparentan con los textos que,
dentro del libro, analizan sin mucha fortuna el alzamiento feminista que sacude
el país. Los pero a dónde vamos a llegar se mezclan con los esto ya no es
literatura, los cuando las mujeres usan la violencia pierden la razón con los
qué necesidad había de hablar de esto (cito todo el rato de memoria). Límites.
Usos. Quién los traza. Quién los vigila. Quién sanciona qué es terrorismo, qué
protesta, qué panfleto, qué literatura.
Las alegres se instala en un
terreno literario explosivo que sacude los cauces de un canon implosivo, se
posiciona de otro lado, obliga a mentes biempensantes al uso a remarcar esos
buenos usos de toda la vida, cuando los libros no se salían del repertorio
narrativo y moral reglamentario. Las alegres transita del lado de la vida,
claro. Y también nos ayuda a nosotros, lectores de aquí y de allá, a encontrar
en ese valiente pasarse de la raya una literatura que convive con la historia,
con la violencia, con el pánico, con el dilema, con el valor. Con la vida de
las mujeres, en suma.
JOSÉ DANIEL ESPEJO
Fuente: https://www.eldiario.es/murcia/leer-el-presente/latinoamerica-mente-alegres-gines-sanchez_132_6229502.html
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Jiro Taniguchi
es un viejo conocido de esta página. Al hablar del excepcional
autor japonés en seguida salen conceptos como “humanismo”, “memoria”,
“detalle”, “delicadeza”, «intimismo», “sentimiento”, “profundidad”, “calidez”,
etc. que adornan la verdad incontestable de que estamos ante un maestro de lo
suyo. Y lo suyo es el alma humana. En formato de cómic, sí, ¿pero desde cuando
el alma humana entiende de vasijas o recipientes?
… la vida juega malas pasadas y a veces hacemos daño a quienes amamos sin razón aparente. En Reencuentro (págs.57-82) un diseñador de fama descubre por casualidad la presencia cercana de su hija, a quien abandonó cuando era un bebé. El éxito profesional no ha borrado las decepciones de la vida, implantadas ya en ese pelo que ralea, esas gafas necesarias y esos kilitos de más. El recuerdo de una infancia truncada queda preso en un cuadro triste expuesto en una galería que pide a gritos una reconciliación.
… la soledad y la incomprensión pueden confundirse con desprecio o maldad. En la emotiva Su pueblo natal (págs.187-214) una joven francesa sobrevive a una terrible pérdida abrazando las costumbres de su país de adopción. El arte del katazome (tintura realizada con plantilla) le servirá para encontrarse a sí misma y a los demás.
Javier Agrafojo
https://www.zonanegativa.com/el-olmo-del-caucaso/