Me ha parecido leer en los quince
relatos que componen “Malaventura” una niebla amarilla que los enturbia y los
ensucia con la tinta ocre de la fatalidad, de lo que no tiene remedio por mucho
que sus protagonistas se revuelvan en el albero y se rebelen inútilmente contra
el inevitable destino. Y tiene esa niebla una presencia y un peso tan físicos y
contundentes que me ha parecido también como si en cada relato, en cada página,
casi en cada frase, su autor, Fernando Navarro, me gritara a la cara que él es
un tipo (uno de los buenos) acostumbrado a ver la realidad a través del
objetivo de una cámara.
Quizás, por ello, la palabra que más he leído referida a este libro sea Western. De hecho, esta palabra se repite hasta tres veces en la propia faja que abraza al libro —magníficamente editado, por cierto, por Impedimenta—, en unas letras negras sobre un adecuado fondo color mostaza, donde guionistas y cineastas de la talla de, entre otros, Jon Bilbao, Rodrigo Cortés o los hermanos David y Jonás Trueba, logran seducir con sus elogios al curioso lector.
Sin embargo, estos relatos no ocurren en el lejano Oeste, sino en un Este muy cercano, muy andaluz y muy murciano. Desde el primero hasta el último me he sentido atrapado en un territorio reconocible a la vez que difuso, que mi imaginación y algunos detalles entre líneas han querido situar, más o menos, entre el desierto de Almería, la Alpujarra granadina, la serranía jienense y la huerta murciana. Allí me ha parecido reconocer una especie de Macondo de paisajes secos, áridos y hostiles, un territorio que mi tocayo Navarro ha convertido en protagonista indiscutible e imprescindible. Y es que las historias de estos relatos podrían ocurrir en cualquier lugar del mundo, pues abordan temas tan universales como el amor y el odio, la venganza, la maternidad o las infancias truncadas y, sin embargo, es en este territorio —¿inventado?— donde adquieren su total y más jondo significado.
Sí, he escrito “jondo”: aunque la rima y la métrica solo estén presentes de modo directo en el relato titulado “Martinete”, sí hay en todas y cada una de las páginas del libro, a raudales, un lirismo muy flamenco y muy gitano, cantado con una musicalidad y un timbre secos, afilados y desgarrados. No en vano, el libro se abre con una cita a una leyenda del cante jondo como es Tía Anica la Piriñaca: “Cuando canto, me sabe la boca a sangre”. No es difícil imaginar a Fernando Navarro relamiendo el sabor a sangre de sus labios al contar estos cuentos. Como tampoco será difícil que algunos de sus pasajes harán morderse la lengua a más de un lector. Así de aterradoras y plásticas son muchas descripciones.
Y que conste, que Malaventura no es un libro de terror. Aunque es cierto que todos los cuentos tienen un halo fantasmagórico, entre gótico y romántico, que consigue inquietar y que, aunque casi siempre sabes lo que va a pasar —porque el lector lo sabe, porque el destino de los personajes, insisto, está escrito, y estos también lo saben—, no puedes parar de leer. Te alcanza una especie de placer doloroso.
¿De qué van los relatos? Yo creo que el tema central es la desesperación. La desesperación por no poder cambiar las cosas. Por no poder estar con la persona a la que se ama. Por tener que matar al otro aunque no se quiera, solo porque así debe ser y está escrito. Por no poder perdonar. Por no poder escapar de un lugar y un tiempo que parecen haberse detenido para siempre.
Aquí debo hacer otra apreciación: estamos ante un libro de cuentos que se lee como una novela. No hay una trama única, un principio-nudo-desenlace, pero sí hay una unidad potente a través de tres elementos: el paisaje, las desgracias de los personajes y un tiempo que, aunque nunca se nos dice cuál es, se nos dan algunas pistas (menciones a Franco, a la furgoneta DKW, a los cigarrillos Bisonte…), que trazan un arco temporal que podría abarcar desde los años del bandolerismo hasta los 70 del siglo XX.
El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966) en el desierto de Tabernas
Por último, me gustaría hacer una referencia a la manera en que hablan los personajes y, ojo, también el propio narrador. Las expresiones, giros y formas son muy auténticas. Esos diminutivos (“burrico”), esos participios (“enlutao”, “despistá”), esos sustantivos (“pirriaque, zagalas”) trasladan la sensación de que el cuento no es nuevo, sino que Fernando Navarro lo ha recogido de la tradición oral. Como si en realidad fuera una leyenda ancestral de ese territorio mítico, que el autor se ha limitado a poner por escrito. De hecho, los distintos narradores de los relatos son muchas veces poco fiables. Es un niño, habla de memoria, rumorea, reconoce que se ha equivocado o que, directamente, ha mentido…
Para terminar, diré que Malaventura es un libro corto, ágil, pero no para leer de un tirón. La intensidad de los relatos requiere un descanso entre uno y otro para saborearlos y asimilarlos en profundidad. Y quiero volver a la faja del libro —insisto, maravillosamente editado por Impedimenta, con esa portada con la muy evocadora imagen de una serpiente de dos cabezas reptando entre flores rojas—, en ella se nos anuncia que estamos ante “un híbrido de Cormac McCarthy y Lorca”. ¿Un cruce entre La Carretera y Bodas de Sangre? Lo suscribo plenamente. No hace falta decir, por tanto, que me ha encantado. Muy recomendable. Como un buen trago de bourbon. O un tequilazo, eso sí, nada de sal ni de limón.
FERNANDO REPISO
https://www.librosyliteratura.es/malaventura.html
MALAVENTURA, GANADOR DEL XIX PREMIO SETENIL AL
MEJOR LIBRO DE RELATOS PUBLICADO EN ESPAÑA EN
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