miércoles, 11 de noviembre de 2009

LAS DELICADAS FRONTERAS

LUIS LANDERO
EL PAÍS -
Cultura - 02-12-1993


Mis relaciones con Miguel Delibes, como supongo que les habrá ocurrido a otros lectores y escritores de mi generación, fueron durante un tiempo conflictivas. Y supongo también que se trató de un malentendido propiciado por una época en que comenzaban a difundirse, y a cuajar, en España las técnicas y modos narrativos de los grandes autores europeos y norteamericanos de entreguerras, y cuando de pronto, con una actitud tan animosa como atolondrada, el realismo menesteroso de los años cincuenta, y de paso cualquier otro tipo de realismo, fue declarado de una vez por todas vergonzante e inepto. Este país, que siempre tiene alguna cuenta pendiente con la historia, como no suele inventar sus propias cosas, ni en consecuencia sus propios matices, se limita casi siempre a tomar partido a favor o en contra de las ajenas. Yo había leído ya, con esa fervorosa y sabia inocencia con que se acostumbra a devorar las novelas del siglo XIX, La sombra del ciprés es alargada y, sobre todo, El camino, El diario de un cazador y La hoja roja. Y supongo que hubiera seguido leyendo a Delibes si no llega a ser porque, por entonces, me llegó la hora de tomar partido, y ante la disyuntiva, me decidí por ser indiscutiblemente moderno. Tardé en comprender dos cosas: una, que la moda en el arte es la modernidad hecha ya manierismo; otra, que Miguel Delibes es un autor moderno por la razón sencilla de que es intemporal. Ahora, que dicen que está volviendo el gusto de que la novela sea ante todo novelesca, y de que cuente mucho y de que se permita todas las trampas posibles con tal de que entretenga, se vienen a utilizar contra un Juan Benet, o un Juan Goytisolo, por ejemplo, los mismos argumentos excluyentes que en otro tiempo se usaron contra Miguel Delibes. Y es que hay que tomar partido, y afirmar un término conlleva condenar el contrario. A veces uno piensa que la intolerancia es más feroz en la estética que en la política. Pero es difícil entender estas cosas: del mismo modo que la política ha de inspirarse en la razón, las pasiones son potestativas del arte, y por eso el arte ha de asumir ciertas contradicciones que, fuera de él, son signo de barbarie. Uno tarda en entender, como nos enseña Truman Capote, la diferencia entre escribir bien y escribir mal (y Delibes escribe, por cierto, con esa rara perfección renacentista que se consigue cuando se acierta a unir indisolublemente la lengua hablada y la lengua escrita), pero aún tardará más en distinguir esa frontera delicada y brutal que media entre escribir bien y hacer una obra de arte. Y quizá por eso, Delibes es un hallazgo propicio para la juventud y para la madurez.
A mí con Delibes me reconciliaron mis alumnos de Bachillerato. Una de las ventajas de ser profesor son las lecciones que uno recibe si se es razonablemente humilde para recibirlas. A los jóvenes, instintivamente, les gusta Delibes. Como decía Ortega de Baroja, Delibes es de esos novelistas que, en la primera página, te cortan la retirada, y ya no hay más remedio que seguir adelante. "Un novelista para jóvenes", piensa uno entonces, no sin cierto desdén. "Un novelista meramente gracioso", es seguro que dijeron durante más de un siglo muchos de los lectores de El Quijote. Uno tarda en reconocer la sabiduría cuando viene disfrazada en el difícil arte de la sencillez. Delibes ha ahondado en la vida hasta una profundidad que sólo el tiempo acertará a medir con precisión.
De El Quijote, dijo Vosller que es como una lagunilla que cualquier niño puede bordear sin peligro, pero donde el sabio más sabio se ahogaría si intentase cruzarla a nado. Y esto es lo que también puede decirse de Delibes: que tiene ese doble y endiablado encanto del arte que, en su discreción, lo está diciendo todo.
De adolescente bordeé a Delibes; de adulto, sigo cultivando el placer de bordearlo y, a veces, de cruzarlo a nado. Tal es, en definitiva, el privilegio de los clásicos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario