Un mundo feliz
Dos novelas, Un mundo feliz, de Huxley, y 1984, de Orwell,
son adecuadas para metaforizar las formas de poder existentes a lo largo del
siglo XX y que se resumen en dos sistemas sociales: el capitalismo y el
estalinismo.
Juan Manuel Aragüés Estragués
Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza
25 OCT 2019
En ocasiones hay textos que se adelantan a su tiempo y que
son capaces de perfilar los trazos del futuro. Textos anticipatorios en los que
el autor coloca ante nosotros lo que va a ser con un grado tal de verosimilitud
que, al cabo de los años, somos capaces de reconocernos en lo que allí se
escribió. Es lo que sucede con la novela de Aldous Huxley Un mundo feliz,
publicada en 1932 y que junto con 1984, de George Orwell, obra de 1948, pueden
entenderse como metáforas ajustadas de las dos formas de poder que fueron
dominantes a lo largo del siglo XX: capitalismo y estalinismo.
Orwell y la denuncia del estalinismo
Una primera precisión. La utilización del concepto
estalinismo de manera sistemática no debe ser entendida, en ningún modo, como
sinónimo de comunismo. El estalinismo, lo hemos expresado ya en algún texto,
supone la muerte de la Revolución y nada tiene que ver con una sociedad
comunista. Es algo que muchos intelectuales de perfiles comunistas,
especialmente del ámbito de la literatura, como el propio Orwell, Victor Serge,
Arthur Koestler, advirtieron en fechas muy tempranas, en paralelo a los
terribles juicios de Moscú, donde, por cierto, se ambienta la magistral El cero
y el infinito, del último de los autores mencionados. Mientras otros
intelectuales se obstinaban todavía, en los años 40 —Merleau-Ponty— y 50 —Jean
Paul Sartre— en la defensa de la URSS como patria del socialismo marxista,
Orwell trazaba con nitidez los rasgos de una sociedad distópica que ya pudiera
ser entendida como la autoritaria realidad social soviética. Un rasgo
caracteriza a ambas: la persistente, evidente y avasalladora presencia de un
poder que priva de libertad a los individuos.
Cualquiera que recorriera las calles de la URSS a lo largo
de su historia se vería abrumado con las innumerables marcas ideológicas y
políticas que jalonaban la vida cotidiana del país. Las referencias al Partido
en cualquier rincón y calle, los nombres vinculados a la Revolución en
bibliotecas, metro y todo lugar público, otorgaban visibilidad a un poder que
buscaba hacerse presente. El «Gran Hermano» del que habla Orwell, con su doble
dimensión paternal y represora, no se distancia en exceso de los perfiles
políticos de un estalinismo que, no en vano, Orwell, militante trostkista,
tiene en su cabeza cuando escribe la obra. Aunque esto no fuera señalado por el
autor de 1984, el riesgo de una tal concepción del poder es que señala de modo
muy evidente dónde se encuentran las responsabilidades cuando algo no funciona
bien o cuando la represión es vivida como un exceso. El Partido aparece
inmediatamente como responsable de lo que acontece y, por lo tanto, como
problema que es preciso superar cuando las cosas no funcionan. De ahí las
lógicas de las revueltas que acabaron con las sociedades del «socialismo real»
hace más de tres décadas, una lógica que hacía del Partido, y por extensión del
comunismo que se le asociaba, el blanco de la indignación popular. Frente a la
represión del estalinismo, el capitalismo se mostraba, a esos ojos, como una
promesa de libertad.
Un mundo feliz
En un fragmento de otra magnífica novela de la época, La
uvas de la ira (1939), de John Steinbeck, y ante el desahucio de sus tierras,
uno de los miembros de la familia Joad, escopeta en mano y en diálogo con el
conductor del tractor que ha venido a derruir su casa, un vecino de toda la
vida, quien le informa de que aunque le mate a él vendrán otros y que la
responsabilidad última no la ejerce una persona en concreto sino un lejano
banco sin rostro reconocible, se pregunta en voz alta: “¿A quién le podemos disparar?
A este paso me muero antes de poder matar al que me está matando a mí de
hambre”. Por otro lado, años más tarde, cuando la lógica del nuevo capitalismo
ya se había asentado con solidez, M. Foucault nos advertía que “la eficacia de
la ley radica en su disimulación”. Ahí tenemos dos características de la forma
de poder que es descrita en la novela de Huxley y que coinciden, en realidad,
con las prácticas del capitalismo del siglo XX: el poder se difumina, pierde
sus rasgos personales y su dimensión represora en la medida en que el sujeto
actúa sin aparente constricción externa, dado que el funcionamiento subjetivo
ha sido interiorizado mediante diferentes estrategias.
Frédéric Lordon, en su libro Los afectos de la política,
subraya que el capitalismo es el primer sistema en la historia de la humanidad
que consigue el control social a partir de afectos alegres. Ello no quiere
decir que el capitalismo no haya utilizado, y utilice, estrategias de extrema
represión cuando llega el caso, pero sí pone de manifiesto que en nuestras
sociedades se apuesta por métodos mucho más eficaces de control, que evitan esa
visibilidad del poder que lo torna tan vulnerable. Si en algo se ha especializado
el capitalismo, especialmente en sus fases fordista y posfordista, es en las
dinámicas de construcción de subjetividad. Que, por cierto, son descritas, de
una manera un tanto ingenua, en la novela de Huxley y en las que,
significativamente, dios es nombrado como Ford.
Huxley, en una época en la que
los medios de comunicación y la tecnología no habían alcanzado todavía un grado
de desarrollo como el que se produce solo treinta años más tarde, cifra la
construcción de subjetividad a través de mecanismos psicológicos y de drogas,
estrategias que consiguen ajustar a los sujetos a las prácticas sociales
sistémicas con una enorme eficacia. En la realidad, de ahí su diferencia con la
novela, el capitalismo, en lugar de procedimientos psicológicos, al menos en la
manera en que los describe Huxley, ha empleado de modo masivo los medios de
comunicación como instrumento para producir esas subjetividades que, como decía
Jesús Ibáñez, “son el objeto mejor producido por el sistema”.
Como apunta Lordon, en la etapa fordista el consumo se
convierte en el instrumento de construcción del deseo subjetivo, un deseo
transitivo, que se dirige hacia objetos externos que deben colmar nuestra
dicha. Y, como decía José Luis Pardo, si el coche publicitado no colma tus
sueños, el problema no es del coche, sino de tus sueños. En la etapa
posfordista, sin abandonar la estrategia del consumo, el capital implementa la
construcción de sí, en la que el deseo se vuelve intransitivo y se vuelca en el
modelado de nuestra propia subjetividad para ajustarla a las demandas del
sistema. Conceptos como competencias, empleabilidad, coaching, colocan la carga
de la prueba sobre el sujeto, al que se responsabiliza por completo de sus
éxitos y fracasos. De ese modo, la falta de expectativas laborales, por
ejemplo, es consecuencia de la baja empleabilidad del sujeto, no de las
características de un sistema económico construido a mayor beneficio de unos
pocos, del mismo modo que la falta de salud puede ser imputable a los
inconvenientes hábitos alimentarios de los sujetos o al insuficiente cuidado de
su cuerpo. Laval y Dardot han subrayado la tendencia del neoliberalismo a
convertir a los sujetos en «empresarios de sí», en esforzados escultores de su
propia subjetividad en busca del éxito social.
Conclusión
Seducción. Esa es la palabra clave para entender el
capitalismo contemporáneo. El capitalismo ha conseguido construir un mundo
feliz en el que los sujetos, convencidos de que actúan de propia iniciativa,
sin embargo no hacen sino responder a los estímulos con los que la sociedad,
por diferentes estrategias, los moldea. Spinoza nos recordaba que nos creemos
libres porque, en realidad, desconocemos las fuerzas que nos impulsan a obrar.
El capitalismo ha sublimado esta estrategia, enmascarando de tal modo la seducción
que el sujeto ni siquiera posee conciencia de ser seducido: la suya es siempre
una actuación libre y racional, fruto de su propia decisión.
Es cierto que el neoliberalismo, con la pulsión suicida que
le acompaña y que le lleva a recuperar ciertas dinámicas represivas que
pensábamos superadas por la inteligencia del capital, está mostrando ciertas
grietas por las que se cuela la conciencia crítica frente a un sistema que está
poniendo en riesgo la supervivencia misma del planeta. Sin embargo, la novela
de Huxley continúa siendo una magnífica metáfora de los momentos de mayor
apogeo del Estado del Bienestar. Y quizá apunte, en unos momentos en que la
ingeniería genética comienza a tomar vuelo como instrumento de moldeado de los
sujetos, hacia futuras estrategias de dominio. Un mundo feliz es, sin duda, un
clásico del fordismo. Esperemos que no lo sea, por otros motivos, del
neoliberalismo.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/un-mundo-feliz