Escrita por Doris Lessing en 2000, Ben en el mundo nos cuenta la vida de Ben Lowatt, continuando la historia iniciada doce años atrás en El quinto hijo, en donde se origina la trama de Harriet -su madre- y su familia. Al igual que en El quinto hijo, en esta breve novela Ben Lowatt es el personaje principal, siendo la única referencia que puede apreciarse como continuación de la saga: Ben, adulto. Los personajes, el tiempo y el mundo "nuevo" que le rodean son distintos. Han pasado unos años, y Doris Lessing inserta en su texto aspectos ligados a la globalización, la prostitución y el narcotráfico.
Ben ha sido arrojado de una felicidad que en realidad nunca le perteneció: apenas pudo contar con la transitoria compasión de su madre; ahora, Ben se enfrenta solo al mundo: conoce la mentira, la indiferencia, el morbo, la burla, la explotación y la violencia. Pero también el afecto, porque Ben causa entre algunas de las personas que lo conocen distintos tipos de sentimiento, exponiédose el conflicto que Lessing elabora con habilidad narrativa, con anhelado poder de síntesis y con un notable conocimiento de todo aquello que se perfila como humano, demasiado humano, forzando al lector a preguntarse acerca del sentido de las diferencias entre el animal y el ser humano mientras nos sitúa, con Ben, entre Inglaterra, Francia, Brasil y los Andes.
Sin pretexto, sin ingenuidades, sin callejones con salida: el mundo no es tan bello, tal y como ya sabía Ben.
La naturaleza dramática del protagonista, revelada desde el principio, constituye durante la trama una situación aparentemente normal... hasta llegar a constituirse como detonante de ese destino inapelable , trágico.
Ben en el mundo ha sido relacionado con diversas obras literarias: Bartleby, el escribiente (1853) de Herman Melville, La metamorfosis (1912) de Franz Kafka, El extranjero (1942) de Albert Camus, 1948 (1949) de George Orwell, Ojos azules (1970) de Toni Morrison, y Tierra desacostumbrada (2008) de Jhumpa Lahiri.
Doris Lessing, de soltera Doris May Tayler (Kermanshah, 22 de octubre de 1919 − Londres, 17 de noviembre de 2013), que publicó también bajo el pseudónimo de Jane Somers, fue hija de padres británicos, emigró a los seis años a Rhodesia (Zimbabwe), educándose en un colegio público y posteriormente en el Instituto de Segunda Enseñanza de Salisbury (actual Harare). La tormentosa relación con su madre la marcó profundamente, abandonando el hogar de sus padres a los 17 años.
En Salisbury ejercerá como telefonista, secretaria y enfermera mientras continúa su formación autodidacta. Allí se casaría dos veces. Tuvo tres hijos. En 1949 se trasladó a Inglaterra, donde comienza a publicar -en 1950, Canta la hierba, protagonizada por una mujer y ambientada en la Sudáfrica del apartheid, donde también se desarrolla una de sus obras más ambiciosas, su pentalogía Hijos de la violencia (1952-1969).
A la publicación en 1962 de El cuaderno dorado debe Doris Lessing su salto a la fama y el haberse convertido en uno de los iconos del movimiento feminista. Por esta título recibió el prestigioso premio Médicis de Francia a la mejor novela extranjera.
Su obra, según muchos autores y críticos, es un claro exponente de la literatura inglesa de los años cincuenta. En esa década militó en el Partido Comunista y viajó a la antigua URSS, abandonando la militancia a los pocos años, en 1956, el año de la Revolución húngara.
Muchas de sus novelas y relatos están inspirados en su propia experiencia (su autobiografía fue publicada en dos volúmenes: Dentro de mí y Un paseo por la sombra), y en algunas se narran sucesos vividos por la autora en África. Al leer la obra de Lessing se nos revela su preocupación por las desigualdades raciales y conflictos culturales, el feminismo, el colonialismo y su consiguiente segregacionismo, las armas nucleares...
A finales de los años 70 escribió también varias novelas de ciencia ficción inspiradas en el sufismo, como la serie Canopus in Argos, lo que le valió numerosas críticas -entre las más señaladas, la de Harold Bloom- por emprender ese camino dentro de su trayectoria literaria.
"Consejos para escribir" (subtítulos en castellano)
En una de sus última novelas, La grieta (2007), Lessing recrea la historia de una comunidad exclusivamente femenina, situada en medio de un paraje edénico, que ve alterada su equilibrio por el nacimiento de un varón.
Recibió numerosos premios y distinciones, como el Príncipe de Asturias en el año 2001 y el Nobel de Literatura en el año 2007.
Aparentemente, la voz narradora es la de un niño de diez
años, pero en modo alguno es una novela de aprendizaje. En todo caso sería un
aprendizaje a posteriori y me explico.
El autor, Erri De Luca, no pretende en
ningún momento remedar el habla, los sentimientos o los anhelos de un niño
pequeño. Como él mismo dice al respecto (p. 22) “Me arrimo a través de la
escritura a mi yo de hace cincuenta años, para un jubileo privado mío”.
Jubileo, aquí, equivale a revisitación, reexamen, constatación de algo que ya
forma parte de lo más profundo de uno mismo y que se aprendió entonces, a los
diez años.
El narrador, como
tantos otros niños, tiene padres, asiste
a un colegio, convive con amigos
/enemigos y atesora el recuerdo de un verano fundacional en una de las islas fronteras a Nápoles (casi
con toda seguridad Prócida) en compañía de su madre y una hermana más pequeña. El padre, hijo a su vez de una norteamericana que se afincó en Nápoles y ya
nunca más quiso volver a su país, siempre ha deseado emigrar a la patria
ancestral. Pero su mujer, la madre del narrador, es una napolitana de rompe y
rasga y no ve qué necesidad tiene de aislarse de su entorno y dejar su vida
para enterrarse en un país desconocido. “Ve tú”, le dice al esposo y padre, “y
yo te espero aquí con los niños”. Resultado: el padre, que incluso había
encontrado ya un trabajo en América, opta por regresar a Nápoles y no salir
nunca más de allí. Veredicto del narrador acerca de su padre: “El suyo fue un
exilio sin viaje”.
Esa meticulosa
concisión del lenguaje es uno de los muchos atractivos de leer a Erri De Luca,
del que voy a tomar prestados un par de
ejemplos más. Por estar situados uno
frente al otro, el instituto de chicos y el de chicas eran testigos diarios de
cómo a la salida de clase se producía la
clásica y conflictiva mezcla de ambas clientelas. Definición del narrador:
“Masculino y femenino exasperaban sus diferencias para gustarse”.
Y la hermana, que era un auténtico
torbellino, inducía al narrador a participar en toda clase de juegos pero
fundamentalmente unos partidos de fútbol en los que valían los empujones,
pellizcos, chillidos y puntapiés.
Más tarde pasaría a otros juegos en los que
ella ponía a prueba su talento para buscar los ángulos, unos tiros que partían desde el instinto de
geometría. Veredicto del narrador: esa geometría se ponía en práctica “con estilo, que es una
levedad en el esfuerzo”.
Obviamente, sería ridículo atribuir a un niño de diez años
una definición del estilo como una levedad en el esfuerzo, ver en la estancia
forzosa del padre en Nápoles un exilio sin viaje o en los patosos esfuerzos de
aproximación entre chicos y chicas una (lamentable) exhibición de lo masculino
y lo femenino, cada cual en lo suyo.
Donde mejor se ve la intención última del
autor al revisitar la infancia es en la relación con Ella, siempre descrita o
nombrada como “una chica del norte” porque Erri De Luca, cincuenta años
después, recuerda casi segundo a segundo
la impresión (en el sentido de incisión, marca indeleble) que dejó ella
en él, aunque por desgracia no recuerda su nombre ni, caso de encontrársela
ahora, está seguro de ir a reconocerla.
Pero aquel encuentro de verano, descrito con extraordinaria
delicadeza, es lo que permite hoy alauténtico narrador saber de lo que habla cuando hace referencia a sus
sentimientos. Y no puedo resistir la tentación de acudir una vez más al texto,
pues lo dice infinitamente mejor de lo que pueda hacerlo yo. Se refiere al
momento en que, al cabo de una larga y dolorosa pero también estimulante
peripecia, esa chica del norte que al día siguiente se marchará para siempre,
le besa en los labios. Parala primigenia
pareja humana, dice el narrador, la primera noche, desconocida, les pareció a
ellos el resto del día primero, desmigajado en puntitos de luz. No sabían si
regresaría elsol, de modo que se
abrazaron. “Sé de esa primera vez porque tuve yo también aquella hora en la
boca, en un instante idéntico al de ellos, sobre una arena de playa, con el
cielo descubierto sobre la cabeza”.
De entrada, saber que Los peces no cierran los ojos es un
texto en el que se narran las peripecias veraniegas de un niño de diez años da
una cierta pereza.Otra vez, piensa el
presunto lector mientras ojea el libro en la librería. Pero si lo vuelve a
depositaren el montón correspondiente
se equivocarálamentablemente. Y
demostrará unatambién lamentable falta
de confianza en Erri De Luca, uno de los escritores más interesantes y, con
toda justicia, más exitosos del panorama italiano actual.
Erri de Luca (Nápoles, 1950) fue militante izquierdista -abandonó su casa a los diecisiete años para integrarse en la organización Lotta Continua-, obrero de la Fiat, albañil, mozo de almacén y camionero en África. Durante la guerra de Bosnia condujo convoyes humanitarios. Aprendió de forma autodidacta el hebreo y el yídish y publica regularmente traducciones de libros de la Biblia.
Siguió en la albañilería hasta 1996, aunque su primer libro fue publicado siete años antes. Debutante tardío, este agnóstico enamorado de la Biblia fue descubriendo una vocación literaria que se concretó en 1989 en su primer relato, Aquí no, ahora no, un éxito confirmado por su posterior producción narrativa.
Traducida a varios idiomas, la obra de De Luca alcanza los sesenta títulos, entre los que se encuentran muchos de marcado tinte autobiográfico.
Además, colabora con distintos periódicos y semanales italianos. Ha publicado obras teatrales y poesía, y ha escrito los guiones de las películas Di là del vetro (Andrea di Bari, 2012) y The Nighshift belongs to the stars (Edoardo Ponti, 2013).
Su última obra, La palabra contraria (2015), es un "panfleto político" meridiano e irónico con el que De Luca explica su situación judicial y las razones que le llevaron a unirse al movimiento social "No-TAV" que lucha en el valle de Susa (noroeste de Italia) contra el trazado de ese tren a través de los Alpes.
No tengo interés en escribir novelas largas
con estilo realista, pero decidí que, aunque sólo fuera una vez, iba a escribir una novela
realista. Tokio blues fue un simple experimento. Personalmente, a mí me gusta esa
novela, pero no he vuelto a leerla desde hace casi 20 años. De momento, no tengo ninguna
intención de volver a escribir algo parecido. No tengo interés en el pasado. Ya no
puedo sentir interés en el llamado estilo realista porque, si escribo una novela así, acabo
aburriéndome.
Tokio blues: una historia
de amor triangular que se convierte en el relato de una educación sentimental
pero también de las pérdidas que implica toda maduración. Toru Watanabe, un
ejecutivo de 37 años, escucha casualmente mientras aterriza en un aeropuerto
europeo una vieja canción de los Beatles, y la música le hace retroceder a su
juventud, al turbulento Tokio de finales de los sesenta.
Toru recuerda, con una
mezcla de melancolía y desasosiego, a la inestable y misteriosa Naoko, la novia
de su mejor -y único- amigo de la adolescencia, Kizuki. El suicidio de éste les
distancia durante un año hasta que se reencuentran en la universidad. Inician
allí una relación íntima; sin embargo, la frágil salud mental de Naoko se
resiente y la internan en un centro de reposo. Al poco, Toru se enamora de
Midori, una joven activa y resuelta. Indeciso, sumido en dudas y temores,
experimenta el deslumbramiento y el desengaño allá donde todo parece cobrar sentido:
el sexo, el amor y la muerte. La situación, para él, para los tres, se ha
vuelto insostenible; ninguno parece capaz de alcanzar el delicado equilibrio
entre las esperanzas juveniles y la necesidad de encontrar un lugar en el
mundo.
Con un fino sentido del humor, Murakami escribió la novela que supuso su reconocimiento
definitivo en Japón, donde se convirtió en un best seller.
La versión cinematográfica, dirigida por
Tran Anh Hung, fue estrenada en Japón el 11 de diciembre de 2010.
Banda sonora de Tokio blues
Naoko sacó la
mano izquierda del bolsillo y agarró la mía.
—Pero a ti no te pasará nada. Tú no tienes
por qué preocuparte. Aunque anduvieras por aquí de noche con los ojos cerrados,
tú jamás te caerías dentro. Seguro. Y a mí, mientras esté contigo, tampoco me
pasará nada.
Hacía sol y estaba viendo un partido de béisbol una tarde de
abril. De repente, fue como si me hubiera caído un rayo y supe con toda
claridad que sería escritor.
Haruki Murakami (Kioto, 12 de enero de 1949), escritor
y traductor japonés. A pesar de nacer en Kioto,
vivió la mayor parte de su juventud en Kōbe. Su padre era hijo de un sacerdote
budista. Su madre, hija de un comerciante de Osaka. Ambos enseñaban literatura
japonesa.
Estudió literatura y teatro griegos en la Universidad de
Waseda (Soudai), en donde conoció a su esposa, Yoko. Su primer trabajo fue en
una tienda de discos (tal como uno de sus personajes principales, Toru Watanabe
de Tokio blues). Antes de terminar sus estudios, Murakami abrió el bar de jazz
"Peter cat" ('El gato Pedro') en Tokio, que funcionó entre 1974 y
1982.
En 1986, con el enorme éxito de su novela Tokio blues,
abandonó Japón para vivir en Europa y América, pero regresó a Japón en 1995
tras el terremoto de Kobe, donde pasó su infancia, y el ataque de gas sarín que
la secta Aum Shinrikyo ('La Verdad Suprema') perpetró en el metro de Tokio. Más
tarde Murakami escribiría sobre ambos sucesos.
La ficción de Murakami, que a
menudo es tachada de literatura pop por las autoridades literarias japonesas,
es humorística y surreal, y al mismo tiempo refleja la soledad y el ansia de
amor en un modo que conmueve a lectores tanto orientales como occidentales.
Dibuja un mundo de oscilaciones permanentes, entre lo real y lo onírico, entre
el gozo y la obscuridad, que ha seducido a Occidente. Cabe destacar la
influencia de los autores que ha traducido, como Raymond Carver, F. Scott
Fitzgerald o John Irving, a los que considera sus maestros.
Ha recibido numerosos premios, entre ellos el Noma, el
Tanizaki, el Yomiuri, el Frank O’Connor, el Franz Kafka o el Jerusalem Prize,
así como el Arcebispo Juan de San Clemente, concedido por estudiantes gallegos.
Ha sido distinguido con la Orden de las Artes y las Letras por el Gobierno
español, y ha recibido recientemente el XXIII Premi Internacional de Catalunya
2011, que otorga la Generalitat de Catalunya.
Entrevista a H. Murakami (subtítulos en castellano)
Iniciamos el curso 2015-2016 con el último ensayo de Antonio Muñoz Molina -Premio Príncipe de Asturias 2013-, un autor que hasta ahora no habíamos tratado en nuestro club de lectura.
Hemos seleccionado cuatro reseñas publicadas en medios digitales, y una rueda de prensa que ofreció el autor donde se comentan, entre otros, aspectos de "Todo lo que era sólido".
Autorretrato Nací en Úbeda, provincia de Jaén, el 10 de enero de 1956. Mi
padre se confundió de fecha al ir a inscribirme en el registro unos días más
tarde, de modo que a efectos legales soy dos días más joven. En esa época las
mujeres aún daban a luz en casa, ayudadas por una comadrona. Yo nací en la
buhardilla que mis padres alquilaron al casarse. La llamaban “el cuarto de la
viga”. Los dos eran muy jóvenes: mi padre tenía 27 años, mi madre 25. Yo
también tenía 27 años cuando nació mi hijo mayor.
Mi padre trabajaba en una huerta y vendía hortaliza en el
mercado de abastos. Lo que mi madre hacía se llamaba, en el lenguaje oficial de
entonces, “sus labores”. Los dos eran niños cuando empezó la guerra civil y los
dos tuvieron que dejar la escuela para ayudar en casa. Mi padre, trabajando en
la huerta de la que su padre estaba ausente, alistado en el ejército
republicano. Mi madre ayudando a criar a sus hermanos pequeños. A los dos les
costaba escribir cuando fueron mayores. Leían con mucha atención, murmurando
las palabras. En los primeros años de la democracia recobrada los dos
asistieron a escuelas para adultos.
Durante los primeros tiempos de mi vida fui un privilegiado:
hijo único, nieto y sobrino casi único. Cuando mi hermana nació yo ya tenía
casi seis años. Mis padres, mis abuelos, mis tíos, llegaban a casa trayéndome
tebeos y a veces caramelos y pequeños cartuchos de cacahuetes o castañas
asadas, el papel de estraza todavía caliente cuando lo tocaba. Aprendí a leer,
escribir y hacer cuentas en una escuela de las que llamaban “de perra gorda”.
Nos sentábamos en pequeñas sillas de anea que habíamos traído de nuestras casas
y escribíamos en pizarra individuales con marcos de madera, con pizarrines de
tiza blanca que se partían si uno apretaba demasiado.
Mi primera escuela formal fue la de los Jesuitas, en la que
entré con seis años. Llevábamos mandiles azules y las aulas parecían enormes.
Tuve dos maestros en aquellos años, don Florentín y don Luis Molina. Luis
Molina, que ahora es amigo mío, sembró en mí el deseo consciente de seguir
estudiando, y convenció a mi padre de que lo permitiera. En esa época, y en las
familias trabajadoras, lo normal era que los niños dejaran la escuela hacia los
doce años para ponerse a trabajar.
Me gustaban mucho los tebeos, los libros, las películas, los
seriales de la radio y los programas de discos dedicados. Cerca de nuestra casa
había un cine de verano, al que iba con mi madre, mis abuelos y mis tíos casi
todas las noches. Todas las películas me gustaban, salvo las “de llorar”, que
eran melodramas mexicanos en blanco y negro. En la radio no me cansaba de oir
los folletines de Guillermo Sautier Casaseca y las canciones populares que
reinaron en ella hasta la irrupción de la música pop anglosajona y sus derivados:
Lola Flores, Juanito Valderrama, Antonio Molina, Joselito, Marisol. En la radio
la gente reconocía exactamente su propio mundo sentimental. Cuando se acercaba
la Navidad, mi abuela Leonor, mi madre y mi tía Juani, su hermana más joven,
pasaban la mañana cantando villancicos mientras hacían la cama y arreglaban la
casa. Las canciones de la radio y los villancicos de las mujeres de mi familia
fueron las emociones musicales más intensas de mi infancia.
Joaquín Sabina, al frente de los Merry Youngs de Úbeda
Hice el bachillerato elemental –entre los once y los catorce
años- en el colegio Salesiano de Úbeda, donde descubrí que a uno lo podían
tratar de manera distinta según la posición social que tuviera su familia. Por
fortuna el bachillerato superior lo hice en un instituto de Enseñanza Media: el
San Juan de la Cruz. La enseñanza tan sólida que recibí allí y el trato a la
vez respetuoso y firme de los profesores creo que son la columna vertebral de
mi educación y hasta de mi ciudadanía. Si no aprendí más fue por desidia, o por
confusa rebeldía adolescente. La formación intelectual que no podía darme mis
padres la recibí de mis maestros en la escuela y mis profesores en el
Instituto: por eso tal vez soy un defensor tan apasionado de la instrucción
pública como fundamento de la justicia social.
A los trece años, en el verano de 1969, el de la llegada del
Apolo XI a la Luna, me llegó el gran sobresalto de la música pop cantada en
inglés: The Ballad of John and Yoko, Come Together, The Age of Aquarius. Mi
amigo Antonio Madrid me descubrió Get Back y Bridge over Troubled Waters. De un
viaje a Madrid mi padre me había traído, no sé por qué motivo, un diccionario
de inglés. Entonces los únicos idiomas que se estudiaban oficialmente eran el
francés y el latín: el inglés tenía una sugestión muy fuerte de libertad, y
hasta de aventura sexual. El inglés era la lengua de las extranjeras rubias que
llegaban a las playas, algunas de las cuales pasaban fugazmente por nuestra
ciudad interior, con minifaldas o pantalones cortos, con gafas de sol, con
cámaras al hombro.
Hacia los once o los doce años empecé a leer a Julio Verne y
a Mark Twain, a Stevenson, a Agatha Christie, a Dumas. Quizás la novela que he
leído más veces en mi vida es La isla misteriosa, de Verne. El primer personaje
que me produjo una fascinación consciente como pura invención literaria fue el
capitán Nemo. Julio Verne fue el primer escritor: el que me hizo comprender que
las novelas las escribía alguien, que no eran una parte espontánea del mundo.
Por imitación de Verne concebí la posibilidad fantástica de hacerme yo también
escritor. Después vinieron, desordenadamente, Cervantes, Bécquer, García Lorca.
A los 16 años escribí una obra de teatro entre existencial y de protesta, a la
manera de la época, que se titulaba “La Academia”. La montaron unos amigos míos
en la escuela de Magisterio de los jesuitas, y fue prohibida no recuerdo por
quién el día antes del estreno. Eso me dio la satisfacción precoz de verme a mí
mismo como un autor represaliado por la dictadura.
Unos días antes de cumplir 18 años se me hizo realidad por
fin el sueño de llegar a Madrid para estudiar Periodismo y convertirme en autor
de obras de teatro de agitación política. El sueño no duró casi nada. Madrid
era una ciudad demasiado grande y demasiado hostil para mi apocamiento
pueblerino, la grandiosamente bautizada como Facultad de Ciencias de la
Información resultó un fraude, mi beca apenas daba para comer. Participé por
primera vez en mi vida en una manifestación de protesta por el fusilamiento de
Salvador Puig Antich y al cabo de veinte minutos ya estaba preso y esposado. A
finales de curso volví a Úbeda, y el otoño estaba comenzando Geografía e
Historia en la universidad de Granada. Casi todos mis amigos y mis conocidos
militaban clandestinamente en el Partido Comunista. Yo estuve a punto de afiliarme
también, pero la detención en Madrid había acentuado mi tendencia natural al
miedo.
LLEgué a Granada en septiembre de 1974 y entre unas cosas y
otras me quedé allí casi 20 años, con la excepción del tiempo que pasé en el
ejército. En Granada estudié sin mucho ahinco y elegí especializarme en
Historia del Arte y allí escribí mis primeros relatos, mis primeros artículos y
mis primeras novelas. En Granada nacieron dos de mis hijos y se publicó mi
primer libro. Trabajé allí siete años, en una oficina del Ayuntamiento,
organizando conciertos y actividades culturales muy variadas. Conocí a grandes
músicos de jazz: Dizzy Gillespie, Sonny Stitt, Paquito d’Rivera, Tete Montoliú,
Phil Woods, Woody Shaw. También a un grandísimo pintor, José Guerrero. Empecé a
publicar artículos en el Diario de Granada y tuve por primera vez la
experiencia de escribir algo que deja de ser nuestro al hacerse público, y la
del eco que nos devuelve el lector. El periódico me enseñó a escribir con
regularidad y disciplina, con límites fijos. En 1985 terminé mi primera novela,
“Beatus Ille”.
En 1982 me había casado en Úbeda con Marilena Vico. Hijos y
libros se suceden y alternan en los años siguientes: Antonio, 1983; El Robinson
Urbano, 1984; Beatus Ille y Arturo, 1986; El invierno en Lisboa, 1987;
Beltenebros y Elena, 1989. Mi primer matrimonio duró hasta 1991. En el otoño de
ese año me dieron el premio Planeta por El jinete polaco. En enero de 1992
empecé a vivir en Madrid con Elvira Lindo y con Miguel, que tenía 6 años. Ahora
me asombra el vértigo de que me sucedieran tantas cosas en tan poco tiempo. En
1993 viví por primera vez una temporada en los Estados Unidos, dando clases en
la universidad de Virginia. En diciembre de 1994 Elvira y yo nos casamos en el
Escorial.
Desde que publiqué mi primer artículo en Diario de Granada,
en 1982, casi nunca he dejado de escribir en los periódicos. El articulismo
puede ser una forma soberana de literatura y un medio digno de ganarse ingresos
regulares, en un oficio tan lleno de incertidumbres. El primer periódico
nacional con el que tuve un compromiso regular de colaboración fue ABC , donde
los escritores han sido siempre muy bien tratados. Desde 1990, y con breves
intervalos, he colaborado en El País, casi siempre escribiendo crónicas
semanales. Como mis aficiones son bastante diversas, también escribo una
columna en la revista mensual de divulgación científica Muy Interesante, y otra
en Scherzo, sobre música.
En 1990 viajé por primera vez a Nueva York. Fui volviendo en
años sucesivos, cada vez más frecuencia, siempre en compañía de Elvira, que
disfrutó desde el principio de la ciudad tanto como yo. En 2001 y 2002 di
clases de literatura en la City University. En 2004 me nombraron director del
Instituto Cervantes de Nueva York, en el que me comprometí a quedarme dos años.
En el otoño de 2006, yendo y viniendo en tren por la orilla del Hudson, porque
mi amigo el novelista Norman Manea me había invitado a dar unas clases en su
universidad, Bard College, empecé a imaginar la última novela que he escrito, la
más larga de todas, La noche de los tiempos. Como Elvira y yo fuimos padres muy
jóvenes, hemos descubierto con sorpresa y con gratitud que nuestros hijos se
han hecho adultos cuando nosotros aún estamos en plenas condiciones de
disfrutar con entusiasmo y serenidad de la vida. Vivimos largas temporadas en
Madrid, largas temporadas en Nueva York. Llevamos con nosotros la oficina y el
archivo cada uno en nuestro portátil, y en las dos ciudades trabajamos en
estudios contiguos. En Madrid yo tiendo más a quedarme en casa. En Nueva York
me tienta con más fuerza la atracción de la calle.
La literatura es mi afición y mi trabajo, pero no creo que
sea lo más importante de la vida, ni mucho menos que se baste para darle
sentido. Más que la literatura me importa el bienestar de las personas que
quiero: mi mujer, nuestros hijos, nuestra doble y complicada familia. Mi padre,
Francisco Muñoz Valenzuela, murió en marzo de 2004 y todavía me acuerdo mucho
de él, y pienso en cómo sería si hubiera seguido viviendo, internándose en la
vejez que le daba tanto miedo.
Creo que el escritor continúa el oficio inmemorial de los narradores de cuentos, que daban forma mediante relatos orales a la experiencia compartida del mundo. Contar y escuchar historias no es un capricho, ni una sofisticación intelectual: es un rasgo universal de la condición humana, que está en todas las sociedades y arranca en la primera edad de la vida. Quizás por eso no me atrae mucho la literatura que se vuelca sobre sí misma, que tiene al escritor y a la escritura como focos principales de atención. Cervantes y Galdós, Virginia Woolf y James Joyce, Borges y Onetti, Proust y Flaubert, entre tantos otros, me han enseñado lo mismo, de muy diversas maneras: a buscar la forma más eficaz de contar la realidad visible del mundo y la invisible de la conciencia humana. Pero también aprendo mucho de la música y de la pintura, y del cine, aunque lo frecuento menos que cuando era más joven.
Políticamente, soy un
socialdemócrata: defiendo la instrucción pública y la sanidad pública, el
respeto escrupuloso de la legalidad democrática, la igualdad de hombres y
mujeres, el derecho de cada uno a elegir su forma de vivir y si es preciso de
morir dentro de la conciencia de nuestra responsabilidad como ciudadanos.
Derechos sin responsabilidades son privilegios; un derecho individual beneficia
a la comunidad; un privilegio siempre se ejerce a costa de alguien. Ser
progresista no es defender a rajatabla al grupo al que uno pertenece sino
vindicar como propias las causas singulares de quienes en principio no son como
nosotros. Un progresista, aunque sea hombre, es feminista; aunque sea
heterosexual, defiende con vigor el respeto a la condición y la igualdad
jurídica de los homosexuales; un progresista se rebela contra el sufrimiento
innecesario de los animales y contra el despilfarro de los bienes ambientales
que son de todos, también de las generaciones futuras.