lunes, 30 de noviembre de 2009

LA CONCIENCIA DEL SUEÑO AMERICANO


MANUEL VICENT


Bajo cualquier forma de derrotismo siempre hay una posibilidad de victoria: este principio se le quedó grabado al adolescente Arthur Miller a los 14 años, cuando la Gran Depresión del 29 se llevó por delante la fábrica de ropa interior femenina de su padre, un judío polaco, emigrado a Norteamérica antes de la I Guerra Mundial. Aunque era un negocio boyante, en esos años se ganaba mucho más especulando en Bolsa. El crack de Wall Street lo dejó desplumado y la empresa familiar se fue por el sumidero. En lugar de alquilar una suite del último piso del Waldorf Astoria para arrojarse al vacío como hicieron otros, el señor Miller se trasladó a Brooklyn; pasó un tiempo en un sillón con el puño en la mandíbula y la mirada fija en la pared de enfrente, pero un día se puso en pie y se hizo viajante. Ya no llegó a nada, aunque tampoco tuvo necesidad de estrellarse con su Studebaker contra un árbol para que su hijo cobrara el seguro y pudiera seguir los estudios. Su hijo lo había conseguido por sus propios medios empleándose en un almacén de repuestos de automóviles, un trabajo que le permitió ir a la universidad.


Nada funciona, pero hay que levantarse cada mañana con el ánimo de que las cosas pueden cambiar: éste era el espíritu del viejo sueño americano. Ése era también el espíritu de Arthur Miller. Alto, fibroso, adusto, irónico, este judío antisionista pertenecía también a esa otra raza de los que, en cualquier parte del mundo, nunca bajan los brazos ante la injusticia y la combaten más allá de la desesperación. No creo que su ánimo hubiera variado en el caso de haber sido estibador en el puerto de Nueva York. La adversidad de la Gran Depresión hizo que, en lugar de ser un acaudalado fabricante de paños, heredero del negocio familiar, se convirtiera en el primer dramaturgo de Estados Unidos. En el fondo el pesimismo es siempre una forma de moral, por eso nunca hay que doblegarse.



Photo by W. Eugene Smith. Actors Arthur Kennedy (L) & Lee J. Cobb in scene from Arthur Miller play "Death of a Salesman", New York, NY, 1949.

De esta derrota extrajo Miller la primera victoria. La muerte de un viajante, inspirada en la experiencia de su padre, fue la obra que lo llevó a la fama. Cuando todo parecía sonreírle le llegó otro golpe bajo. Sucedió en 1956. Miller tenía 41 años y su éxito estuvo a punto de ser arruinado. Hay que imaginarlo entrando en la sala abarrotada del Congreso para declarar ante el comité de actividades anti-norteamericanas, requerido por el senador Joe McCarthy. En una ocasión semejante el director John Ford, de pie ante el estrado, miró el reloj y se dirigió a los miembros de la comisión con estas palabras:
-Tienen ustedes media hora para preguntar lo que quieran. A las diez empiezo el rodaje.

Arthur Miller fue aún más escueto y allí donde algunos actores, directores y productores famosos, que sólo eran héroes en la pantalla, se achantaron hasta convertirse en delatores de sus colegas, él se acogió a la cláusula del silencio, más cerca del desprecio que de la cólera. No trató de lucirse con una frase para la historia, pero tampoco bajó los brazos esta vez. Normalmente la vida sólo te concede una oportunidad para dar la talla ante ti mismo y ser coherente con lo que haces o escribes, de forma que puedas afeitarse sin rubor ante el espejo cada mañana. Miller la aprovechó y, pese a su entereza moral, al abandonar la sala, dijo:

-No me siento tan inocente como para maldecir a otros que no han sabido ser fuertes.

Cosas así sólo pueden decirse después de haber leído mucho a Isaías. Arthur Miller no era un moralista porque sabía que la inseguridad es el único principio válido en la vida y de la sensación de que todo puede derruirse en una fracción de segundo sacó su inspiración. Ésa era también la cara oculta del sueño americano. Este percance le inspiró Las brujas de Salem, una gran carga contra el fanatismo.
















Photo by Inge Morath, Marilyn Monroe and Arthur Miller in their suite in Reno´s Mapes Hotel after a day´s shooting, 1960.

Y un día este hombre duro y reservado, de ojos incisivos detrás de sus gafas de carey, saltó a los grandes titulares de todos los periódicos al ser descubierto en brazos de Marilyn Monroe, el mito erótico de Norteamérica. De pronto Arthur Miller se vio arrastrado por un vendaval que lo convirtió en una parte de gran spot publicitario, en el cual la inteligencia y el sexo formaban una misma oscura amalgama, que comenzó a alimentar también el fondo lúbrico del sueño americano. A Marilyn se la veía colgada de aquel intelectual. Lo miraba desde abajo con ojos quemados de admiración y él le devolvía desde arriba una sonrisa complaciente, pero sorprendida, la misma con que se expresa la atracción ante una obra de arte a un punto de la destrucción. Miller aguantó la furia de aquel viento. Cuando todo el mundo esperaba verlo derribado, esta vez por el oleaje de curvas de Marilyn, el intelectual se doblaba como el junco pensante de Pascal y volvía a recobrar la vertical de su eje de acero, aunque no pudo resistir mucho tiempo. No sé qué más necesitan en Broodway para convertir el choque de amor de esta pareja en un musical.

Muerta ya Marilyn por propia mano o por otra distinta, de este nuevo fracaso Miller se recuperó escribiendo Después de la caída, pero ya no hubo ninguna entrevista en que el periodista no le preguntara por ella.

-¿La recuerda a menudo?

-¡Cómo podría evitarlo! Por todas partes hay retratos suyos. La publicidad permanente era un gran problema para nuestra relación personal. La recuerdo con compasión. Era como ese payaso que quiere que oigan sus versos en una esquina pero todos esperaban que se desnudara.

Roto aquel sueño americano que nos fascinaba cuando éramos jóvenes, el desembarco en Normandía, los marines en Nápoles, el cigarrillo de Bogart, Gene Kelly cantando bajo la lluvia en París, el glamour de la propia Marilyn, el espejismo de los Kennedy, la Norteamérica que despidió a Miller en la tumba era ya un país con un capitalismo grasiento, desbancado el comunismo de la Unión Soviética, pero en medio de una sociedad de hormigas sin seso, arrastradas por la fiebre de fusiones y dentelladas de tiburones que se devoran entre sí, a millones de viajantes, como Willy Loman, sólo les quedaba la conciencia crítica de este dramaturgo. Mientras uno lucha no está muerto. El 80% de los norteamericanos cree que irá al cielo, pero también la mayoría piensa que allí no encontrará a nadie conocido.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

LAS DELICADAS FRONTERAS

LUIS LANDERO
EL PAÍS -
Cultura - 02-12-1993


Mis relaciones con Miguel Delibes, como supongo que les habrá ocurrido a otros lectores y escritores de mi generación, fueron durante un tiempo conflictivas. Y supongo también que se trató de un malentendido propiciado por una época en que comenzaban a difundirse, y a cuajar, en España las técnicas y modos narrativos de los grandes autores europeos y norteamericanos de entreguerras, y cuando de pronto, con una actitud tan animosa como atolondrada, el realismo menesteroso de los años cincuenta, y de paso cualquier otro tipo de realismo, fue declarado de una vez por todas vergonzante e inepto. Este país, que siempre tiene alguna cuenta pendiente con la historia, como no suele inventar sus propias cosas, ni en consecuencia sus propios matices, se limita casi siempre a tomar partido a favor o en contra de las ajenas. Yo había leído ya, con esa fervorosa y sabia inocencia con que se acostumbra a devorar las novelas del siglo XIX, La sombra del ciprés es alargada y, sobre todo, El camino, El diario de un cazador y La hoja roja. Y supongo que hubiera seguido leyendo a Delibes si no llega a ser porque, por entonces, me llegó la hora de tomar partido, y ante la disyuntiva, me decidí por ser indiscutiblemente moderno. Tardé en comprender dos cosas: una, que la moda en el arte es la modernidad hecha ya manierismo; otra, que Miguel Delibes es un autor moderno por la razón sencilla de que es intemporal. Ahora, que dicen que está volviendo el gusto de que la novela sea ante todo novelesca, y de que cuente mucho y de que se permita todas las trampas posibles con tal de que entretenga, se vienen a utilizar contra un Juan Benet, o un Juan Goytisolo, por ejemplo, los mismos argumentos excluyentes que en otro tiempo se usaron contra Miguel Delibes. Y es que hay que tomar partido, y afirmar un término conlleva condenar el contrario. A veces uno piensa que la intolerancia es más feroz en la estética que en la política. Pero es difícil entender estas cosas: del mismo modo que la política ha de inspirarse en la razón, las pasiones son potestativas del arte, y por eso el arte ha de asumir ciertas contradicciones que, fuera de él, son signo de barbarie. Uno tarda en entender, como nos enseña Truman Capote, la diferencia entre escribir bien y escribir mal (y Delibes escribe, por cierto, con esa rara perfección renacentista que se consigue cuando se acierta a unir indisolublemente la lengua hablada y la lengua escrita), pero aún tardará más en distinguir esa frontera delicada y brutal que media entre escribir bien y hacer una obra de arte. Y quizá por eso, Delibes es un hallazgo propicio para la juventud y para la madurez.
A mí con Delibes me reconciliaron mis alumnos de Bachillerato. Una de las ventajas de ser profesor son las lecciones que uno recibe si se es razonablemente humilde para recibirlas. A los jóvenes, instintivamente, les gusta Delibes. Como decía Ortega de Baroja, Delibes es de esos novelistas que, en la primera página, te cortan la retirada, y ya no hay más remedio que seguir adelante. "Un novelista para jóvenes", piensa uno entonces, no sin cierto desdén. "Un novelista meramente gracioso", es seguro que dijeron durante más de un siglo muchos de los lectores de El Quijote. Uno tarda en reconocer la sabiduría cuando viene disfrazada en el difícil arte de la sencillez. Delibes ha ahondado en la vida hasta una profundidad que sólo el tiempo acertará a medir con precisión.
De El Quijote, dijo Vosller que es como una lagunilla que cualquier niño puede bordear sin peligro, pero donde el sabio más sabio se ahogaría si intentase cruzarla a nado. Y esto es lo que también puede decirse de Delibes: que tiene ese doble y endiablado encanto del arte que, en su discreción, lo está diciendo todo.
De adolescente bordeé a Delibes; de adulto, sigo cultivando el placer de bordearlo y, a veces, de cruzarlo a nado. Tal es, en definitiva, el privilegio de los clásicos.

MIGUEL DELIBES

Miguel Delibes (Valladolid, 17 de octubre de 1920).


Miguel Delibes nació en Valladolid en 1920. Al acabar la Guerra Civil comenzó a estudiar Comercio -obtendría la cátedra en 1945- y se licenció en Derecho. Trabajó como redactor en el Norte de Castilla y llegó a alcanzar el puesto de director en 1958, aunque cinco años después dimitiría a raíz de varios enfrentamientos con Manuel Fraga, entonces ministro de Información y Turismo.
Con sólo 28 años, Delibes obtuvo el Premio Nadal por “La sombra del ciprés es alargada”. A esta obra le sucedieron títulos como “El camino”, “Mi idolatrado hijo Sisí” o “La partida”, su primer libro de relatos. En 1955 publicó “Diario de un cazador”, obra que fue galardonada con el Premio Nacional de Literatura. Siete años después recibió el Premio de la Crítica por “Las ratas”.

Autor de “El disputado voto del señor Cayo” o “Los santos inocentes”, Delibes, amante de la naturaleza y siempre atento a sus peligros, ha escrito numerosas páginas dedicadas al medio ambiente y a su afición por la caza y la pesca.
Adaptadas al cine y al teatro, muchas de las obras del escritor vallisoletano han gozado de reconocimiento y admiración de crítica y público, y le han reportado insignes galardones como el Príncipe de Asturias de las Letras, en 1982, o el Premio Cervantes, en 1993.

Desde 1975 ocupa el sillón “e” de la Real Academia Española. Su última gran obra, “El hereje” –que dedica a Valladolid-, se publicó en 1998, recibiendo el Premio Nacional de Narrativa.

Hace unos años se creó la Cátedra Miguel Delibes, con sede en las universidades de Nueva York y Valladolid, cuyo objetivo es el estudio de la Literatura española contemporánea.

Los versos que le dedicara Jorge Guillén dan cuenta de la admiración que sentía el poeta de la generación del 27 por nuestro escritor:

Admiremos al hombre auténtico de veras,
Que sabe organizar su vivir y sus libros,
Muy al tanto de todo, sin inclinarse a nada,
Porque son tan ajenas
Al manantial continuo de gran inspiración;
Auténtico vivir cuajado en escritura
Límpida, magistral, y así tan convincente,
Un arte narrativo que recrea
Campo y Ciudad, sus luces y sus ideas,
Profundos los paisajes minuciosos,
Vegetaciones, hombres, animales,
En medio el cazador.