jueves, 20 de junio de 2024
martes, 11 de junio de 2024
"Kentukis" | Samanta Schweblin | miércoles 12 junio | 20 h
Andrea Núñez-Torrón Stock
8 FEB 2019
Los androides
también se sienten solos
Philip K. Dick
Chats anónimos
donde tu webcam se conecta con otras miles del mundo, pastillas para anestesiar
la soledad como problema global, niños japoneses confinados a la luz azul de
sus pantallas, hogares tardocapitalistas del tamaño de cápsulas para jóvenes
sin futuro, como prefacio de sus propios ataúdes, algoritmos que persiguen tus
huellas por la red para vender vender vender vender, hashtags como tatuajes
efímeros, identidades líquidas, porno virtual a la carta, drones que apagan
incendios, pulseras inteligentes que salvan el paseo de señoras con Alzheimer,
bebés manejando con destreza Youtube, Zuckerberg mirándote por una rendija,
drogas y snuff en la Deep Web, videollamadas a la otra punta del globo, robots
operando entrañas con mejor pulso que tu cirujano. Podría parecer ciencia
ficción o el sueño húmedo de Julio Verne, pero se trata de la realidad actual,
un juego eterno de escopofilia y voyeurismo, de smartphones convertidos en
miembros fantasma cuando se quedan sin batería y chutes de endorfina vía likes.
La sociedad de la hiperrealidad vive en streaming, pero puede que en plena
crisis global, el individuo se sienta más solo que nunca.
Nuestra relación con la tecnología es tan compleja, íntima y agridulce que nadie puede abordarla con palabras mejor que Samanta Schweblin, la pluma detrás de Kentukis, una novela publicada por Penguin Random House que escarba en el lado más oscuro, morboso y dependiente que establecemos con los gadgets, explorando la posibilidad de mirar y ser mirado, pasearse por la vida de otros o que se paseen por la tuya, gracias a unos juguetes exclusivos en forma de tiernos animales con cámaras en los ojos y ligados a una persona anónima de cualquier punto del planeta. Son los kentukis, y como toda tecnología abren una nueva Caja de Pandora y desentierran los problemas de siempre: la identidad, los instintos más depravados, la angustia existencial, la conexión con los demás, la rebeldía contra un sistema que exprime y agota a los cuerpos y a las almas hasta hacerlos papilla, las posibilidades del arte, la evasión a través del viaje, el miedo a lo desconocido, la catarsis de la violencia.
Como los humanos, los kentukis no pueden volver a la vida una vez se hayan quedado sin batería. Aquellas personas que se hacen con uno invitan a un nuevo inquilino a colarse en su casa desde su dispositivo, iniciando una compleja interacción sobre la que la autora porteña se posa con mirada viva y cercana, sin juzgar, mostrando un abanico de historias cuyo regusto no es ya futurista, sino rabiosamente actual. Detrás de uno de esos bichos electrónicos con autonomía propia puede estarte mirando un jubilado aburrido, un pedófilo, una adolescente antisistema, alguien que conoces, un sicario, una antigua compañera de universidad. Tu kentukis podría salvarte de un infarto, follarte con un arnés, escuchar tus últimas palabras, hacerte compañía mientras cocinas, lloras o te masturbas, conocer tus infidelidades y tus miserias, tus secretos de alcoba y tus miedos recónditos. Ignorarte o perseguirte a todos lados. ¿Quién de los dos tiene libre albedrío?
Prefieras ser o estar, hayas nacido para ser mirado o para colarte en las vidas ajenas como forma de vivir otras vidas distintas, Kentukis te encantará. Cruda como la misma realidad, afilada como una navaja, picante como el wasabi y repleta de incógnitas sobre el tecnologizado presente que se ciñe sobre nosotros como una colección de sogas o un universo de posibilidades, se trata de una novela sin precedentes. Un relato coral del vínculo -desde emocional y simbólico a fetichista y y compulsivo- que establecemos con las máquinas, capaces de sacar afuera nuestro patetismo e irrelevancia pero también nuestras ansias de libertad, nuestro interés por el resto o la conexión con lo que verdaderamente nos importa.
A ti te tocó el furby, el smartphone o el cinexin pero puedo haberte tocado vivir con un kentuki. Y la pregunta sigue siendo: ¿qué hacemos ahora?
EL PRIMER SOPLO DE INSPIRACIÓN DE KENTUKIS
ENTREVISTA A SAMANTA SCHWEBLIN
martes, 14 de mayo de 2024
"Un mundo feliz" | Aldous Huxley | miércoles 15 mayo | 20 h
El autor describe su visión de un hipotético mundo en
el que todos nuestros actos
y pensamientos son controlados. En la entrevista, Aldous Huxley afirma que ese
mundo descrito en su libro estaría a la vuelta de la esquina.
Un mundo feliz
Dos novelas, Un mundo feliz, de Huxley, y 1984, de Orwell,
son adecuadas para metaforizar las formas de poder existentes a lo largo del
siglo XX y que se resumen en dos sistemas sociales: el capitalismo y el
estalinismo.
Juan Manuel Aragüés Estragués
Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza
25 OCT 2019
En ocasiones hay textos que se adelantan a su tiempo y que
son capaces de perfilar los trazos del futuro. Textos anticipatorios en los que
el autor coloca ante nosotros lo que va a ser con un grado tal de verosimilitud
que, al cabo de los años, somos capaces de reconocernos en lo que allí se
escribió. Es lo que sucede con la novela de Aldous Huxley Un mundo feliz,
publicada en 1932 y que junto con 1984, de George Orwell, obra de 1948, pueden
entenderse como metáforas ajustadas de las dos formas de poder que fueron
dominantes a lo largo del siglo XX: capitalismo y estalinismo.
Orwell y la denuncia del estalinismo
Una primera precisión. La utilización del concepto
estalinismo de manera sistemática no debe ser entendida, en ningún modo, como
sinónimo de comunismo. El estalinismo, lo hemos expresado ya en algún texto,
supone la muerte de la Revolución y nada tiene que ver con una sociedad
comunista. Es algo que muchos intelectuales de perfiles comunistas,
especialmente del ámbito de la literatura, como el propio Orwell, Victor Serge,
Arthur Koestler, advirtieron en fechas muy tempranas, en paralelo a los
terribles juicios de Moscú, donde, por cierto, se ambienta la magistral El cero
y el infinito, del último de los autores mencionados. Mientras otros
intelectuales se obstinaban todavía, en los años 40 —Merleau-Ponty— y 50 —Jean
Paul Sartre— en la defensa de la URSS como patria del socialismo marxista,
Orwell trazaba con nitidez los rasgos de una sociedad distópica que ya pudiera
ser entendida como la autoritaria realidad social soviética. Un rasgo
caracteriza a ambas: la persistente, evidente y avasalladora presencia de un
poder que priva de libertad a los individuos.
Cualquiera que recorriera las calles de la URSS a lo largo de su historia se vería abrumado con las innumerables marcas ideológicas y políticas que jalonaban la vida cotidiana del país. Las referencias al Partido en cualquier rincón y calle, los nombres vinculados a la Revolución en bibliotecas, metro y todo lugar público, otorgaban visibilidad a un poder que buscaba hacerse presente. El «Gran Hermano» del que habla Orwell, con su doble dimensión paternal y represora, no se distancia en exceso de los perfiles políticos de un estalinismo que, no en vano, Orwell, militante trostkista, tiene en su cabeza cuando escribe la obra. Aunque esto no fuera señalado por el autor de 1984, el riesgo de una tal concepción del poder es que señala de modo muy evidente dónde se encuentran las responsabilidades cuando algo no funciona bien o cuando la represión es vivida como un exceso. El Partido aparece inmediatamente como responsable de lo que acontece y, por lo tanto, como problema que es preciso superar cuando las cosas no funcionan. De ahí las lógicas de las revueltas que acabaron con las sociedades del «socialismo real» hace más de tres décadas, una lógica que hacía del Partido, y por extensión del comunismo que se le asociaba, el blanco de la indignación popular. Frente a la represión del estalinismo, el capitalismo se mostraba, a esos ojos, como una promesa de libertad.
Un mundo feliz
En un fragmento de otra magnífica novela de la época, La
uvas de la ira (1939), de John Steinbeck, y ante el desahucio de sus tierras,
uno de los miembros de la familia Joad, escopeta en mano y en diálogo con el
conductor del tractor que ha venido a derruir su casa, un vecino de toda la
vida, quien le informa de que aunque le mate a él vendrán otros y que la
responsabilidad última no la ejerce una persona en concreto sino un lejano
banco sin rostro reconocible, se pregunta en voz alta: “¿A quién le podemos disparar?
A este paso me muero antes de poder matar al que me está matando a mí de
hambre”. Por otro lado, años más tarde, cuando la lógica del nuevo capitalismo
ya se había asentado con solidez, M. Foucault nos advertía que “la eficacia de
la ley radica en su disimulación”. Ahí tenemos dos características de la forma
de poder que es descrita en la novela de Huxley y que coinciden, en realidad,
con las prácticas del capitalismo del siglo XX: el poder se difumina, pierde
sus rasgos personales y su dimensión represora en la medida en que el sujeto
actúa sin aparente constricción externa, dado que el funcionamiento subjetivo
ha sido interiorizado mediante diferentes estrategias.
Frédéric Lordon, en su libro Los afectos de la política, subraya que el capitalismo es el primer sistema en la historia de la humanidad que consigue el control social a partir de afectos alegres. Ello no quiere decir que el capitalismo no haya utilizado, y utilice, estrategias de extrema represión cuando llega el caso, pero sí pone de manifiesto que en nuestras sociedades se apuesta por métodos mucho más eficaces de control, que evitan esa visibilidad del poder que lo torna tan vulnerable. Si en algo se ha especializado el capitalismo, especialmente en sus fases fordista y posfordista, es en las dinámicas de construcción de subjetividad. Que, por cierto, son descritas, de una manera un tanto ingenua, en la novela de Huxley y en las que, significativamente, dios es nombrado como Ford.
Huxley, en una época en la que
los medios de comunicación y la tecnología no habían alcanzado todavía un grado
de desarrollo como el que se produce solo treinta años más tarde, cifra la
construcción de subjetividad a través de mecanismos psicológicos y de drogas,
estrategias que consiguen ajustar a los sujetos a las prácticas sociales
sistémicas con una enorme eficacia. En la realidad, de ahí su diferencia con la
novela, el capitalismo, en lugar de procedimientos psicológicos, al menos en la
manera en que los describe Huxley, ha empleado de modo masivo los medios de
comunicación como instrumento para producir esas subjetividades que, como decía
Jesús Ibáñez, “son el objeto mejor producido por el sistema”.
Como apunta Lordon, en la etapa fordista el consumo se
convierte en el instrumento de construcción del deseo subjetivo, un deseo
transitivo, que se dirige hacia objetos externos que deben colmar nuestra
dicha. Y, como decía José Luis Pardo, si el coche publicitado no colma tus
sueños, el problema no es del coche, sino de tus sueños. En la etapa
posfordista, sin abandonar la estrategia del consumo, el capital implementa la
construcción de sí, en la que el deseo se vuelve intransitivo y se vuelca en el
modelado de nuestra propia subjetividad para ajustarla a las demandas del
sistema. Conceptos como competencias, empleabilidad, coaching, colocan la carga
de la prueba sobre el sujeto, al que se responsabiliza por completo de sus
éxitos y fracasos. De ese modo, la falta de expectativas laborales, por
ejemplo, es consecuencia de la baja empleabilidad del sujeto, no de las
características de un sistema económico construido a mayor beneficio de unos
pocos, del mismo modo que la falta de salud puede ser imputable a los
inconvenientes hábitos alimentarios de los sujetos o al insuficiente cuidado de
su cuerpo. Laval y Dardot han subrayado la tendencia del neoliberalismo a
convertir a los sujetos en «empresarios de sí», en esforzados escultores de su
propia subjetividad en busca del éxito social.
Conclusión
Seducción. Esa es la palabra clave para entender el
capitalismo contemporáneo. El capitalismo ha conseguido construir un mundo
feliz en el que los sujetos, convencidos de que actúan de propia iniciativa,
sin embargo no hacen sino responder a los estímulos con los que la sociedad,
por diferentes estrategias, los moldea. Spinoza nos recordaba que nos creemos
libres porque, en realidad, desconocemos las fuerzas que nos impulsan a obrar.
El capitalismo ha sublimado esta estrategia, enmascarando de tal modo la seducción
que el sujeto ni siquiera posee conciencia de ser seducido: la suya es siempre
una actuación libre y racional, fruto de su propia decisión.
Es cierto que el neoliberalismo, con la pulsión suicida que le acompaña y que le lleva a recuperar ciertas dinámicas represivas que pensábamos superadas por la inteligencia del capital, está mostrando ciertas grietas por las que se cuela la conciencia crítica frente a un sistema que está poniendo en riesgo la supervivencia misma del planeta. Sin embargo, la novela de Huxley continúa siendo una magnífica metáfora de los momentos de mayor apogeo del Estado del Bienestar. Y quizá apunte, en unos momentos en que la ingeniería genética comienza a tomar vuelo como instrumento de moldeado de los sujetos, hacia futuras estrategias de dominio. Un mundo feliz es, sin duda, un clásico del fordismo. Esperemos que no lo sea, por otros motivos, del neoliberalismo.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/un-mundo-feliz
lunes, 15 de abril de 2024
PRESENTACIÓN DEL NUEVO LIBRO DE GINÉS ANIORTE | miércoles 17 abril | 20 h
jueves, 11 de abril de 2024
"Panza de burro" | Andrea Abreu | miércoles 17 abril | 19 h
‘Panza de burro’, de Andrea Abreu: el verdadero acento está en la infancia
ALFONSO MARESCHAL | 5 NOVIEMBRE 2020
Hace ya unos cuantos
años, el columnista gallego Julio Camba (Pontevedra, 1884 – Madrid,
1962) publicaba un breve artículo titulado El acento en su periódico
de siempre. Tiempo después, el texto aparecería recogido en su propia antología
personal de artículos selectos, Mis páginas mejores (Gredos, 1956), y
pasaría a la historia del periodismo patrio por frases como éstas: «No se le
autorizaba a nadie acento ninguno. Una marquesa con dejo gallego o catalán,
andaluz o madrileño, les resultaba inadmisible, como si las marquesas no
nacieran en ninguna parte. Y la pobrecita muda no podría romper a hablar hasta
que hubiera desnaturalizado su voz por completo y lograra expresarse como un
fonógrafo (…). Pero yo no quiero hacer comentarios sobre el acento gallego. En
esto de los acentos tengo una experiencia algo desagradable y no desearía
repetirla con mis propios paisanos».
El artículo en
cuestión trataba sobre una ilustre compañía actoral española y sobre dos de sus
más jóvenes y prometedoras representantes, que, por cuestiones de la edad, sólo
interpretaban papeles secundarios y mudos, a raíz de un fuerte acento gallego que
las limitaba a la hora de pronunciar correctamente algunas de las
frases del guion. A lo largo de la columna, por tanto, el lector se indigna y
se estremece por las particularidades derivadas de este asunto: los usos del
idioma y la preponderancia del dialecto frente a las limitaciones de una lengua
común; sin embargo, se olvida siempre de lo más importante: que estamos
hablando de la forma que tienen de hablar dos niñas pequeñas, de una manera de
contar las cosas propia de la infancia que es, incluso, capaz de esconder más
verdad, más personalidad y más significado que el gallego, que el canario, que
el andaluz o que el mismísimo castellano neutro de la Meseta Central.
Normalmente, cuando un
par de niñas -y más aún en un contexto literario, o periodístico- hablan de una
manera diferente a la habitual o, al menos, distinta a la que de ellas se
espera, los demás solemos prestarles tanta atención a los detalles que terminamos
olvidándonos del resto: de lo que dicen, de cómo lo dicen, de hasta qué punto
sienten lo que dicen; por el contrario, nos fijamos en lo desconocido, en lo
anecdótico, en lo novedoso y perdemos de vista todo lo que no suponga, en el
momento, una brutal dosis de originalidad.
Sin ir más lejos, esto es lo que ha sucedido recientemente con Panza de burro (Editorial Barrett, 2020), el debut narrativo de la tinerfeña Andrea Abreu (Icod de los Vinos, 1995), autora de una de las novelas más celebradas de los últimos tiempos; especialmente, gracias al uso de canarismos y de expresiones locales que han logrado cruzar el océano Atlántico y fascinar al lector peninsular, aunque éste no termine de entenderlas del todo. En palabras de su editora, Sabina Urraca, lo que pretendían era clamar «por que la literatura sea un fluido que se cuele en el cerebro de forma compacta, sin detenerse en un eventual tropezón lingüístico. Que se lea como se escucha una canción, una canción en un idioma extraño que el cerebro, a fuerza de escucharla, vaya desentrañando. Además, casi nadie quiere viajar a un lugar donde lo entienda todo perfectamente», pero no siempre ha salido como ellas mismas esperaban, sino que, a veces, los lectores se quedan atascados en la superficie, atrapados en esa palabra extraña que no logran descifrar (como «machango», «mujo» o «abobito»), y se pierden lo mejor. Todo, por no leer como se escucha una canción extranjera, que diría Urraca.
En el fondo,
descubrir Panza de burro es como descubrir el reguetón, como les
pasaba a las dos niñas protagonistas de la novela cuando, a las puertas de la
adolescencia, descubrieron a la banda dominicana Aventura: si uno se
limita a escuchar la melodía o el acento caribeño de sus componentes se
perderá, seguramente, lo mejor: la letra. Del mismo modo, si uno se queda en
los canarismos y en las expresiones locales de Abreu, seguramente, también se
pierda lo mejor: la manera de vivir y de comunicarse que tiene la juventud, que
magistralmente -más aún, incluso, que las expresiones canarias y los
localismos- refleja Andrea Abreu a lo largo de su obra. A mitad de la novela,
de hecho, la autora se pone a describir la «tristeza extraña» de Isora, una de
las dos protagonistas, e incide en ella en los siguientes términos: «así como
un martilleo era su tristeza, como un picapinos perforando la madera
piquipiquipiqui y repetía me quiero quitar la vida, me quiero morir. Y lo decía
así, con esas palabras, como si tuviera cincuenta años y no diez». El quid de
la cuestión, por tanto, está en hablar acorde a la niñez; y no en hacerlo de un
modo más o menos canario, que, en el fondo, es lo de menos.
A este respecto,
contaba Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes (Acantilado,
2002) que «en la infancia, (…) las palabras que se cambian los adultos entre sí
no las comprendemos ni nos interesan; al contrario, nos aburren infinitamente.
Nos interesan, sin embargo, sus decisiones, que pueden cambiar el curso de
nuestras jornadas, los malhumores, que ensombrecen las comidas y las cenas (…).
Entramos en la adolescencia cuando las palabras que se cambian los adultos
entre sí se nos hacen inteligibles; inteligibles pero sin importancia para
nosotros, porque nos ha llegado a ser indiferente el que en nuestra casa reine
o no la paz». Así, Isora y su mejor amiga (la voz en primera persona que se
dedica a narrar) huyen de la manera que tienen los adultos para comunicarse con
los demás, pero, al mismo tiempo, empiezan a entenderlas: las palabras
«responsabilidad», «trabajo» o «amor» cobran sentido, de pronto; y otras como
«pepe», «cuca» o «foquin bitch» comienzan a diluirse. Mientras tanto, las niñas
tontean con el inicio de la adolescencia, con esa etapa en la que, según
Ginzburg, «sentimos que no podemos ser felices si en la escuela los otros
muchachos nos han despreciado un poco. Haremos cualquier cosa para salvarnos de
este desprecio: y hacemos cualquier cosa», aunque sea perseguir a Isora por los
montes y las huertas, o seguirla a pies juntillas por entre las lajas rotas del
canal.
Huyendo de las
palabras graves y profundas, de las palabras adultas, de hecho, es como se
define la relación de amistad que surge entre las dos protagonistas de la
historia: «Me repetí que nosotras no éramos como esas amigas que se tocaban y
se decían te quiero»; y también es como acaba la novela: con un término
horrible, inenarrable, tan adulto que si nadie en todo el pueblo suele ser
capaz de enunciarlo delante de una persona de cincuenta o de sesenta años,
¡¡imagínense de diez!!
Fíjense ustedes, entonces, hasta qué punto llegaba la amistad entre Isora y la voz principal que, cuando ambas se enfadaban entre sí, ésta dejaba, incluso, de hablar: «ese día estuve yo muy callada, como todo el resto de días en los que no había sido amiga de Isora, cantando para mis adentros una canción de Aventura». Ya ven, así, hasta dónde es capaz de llegar el poder de las palabras a edades tempranas; y, claro, también eso tan cursi -y necesario- que algunos han llamado el poder de la amistad. «Porque si algo yo sabía era que Isora y yo estábamos hechas como estaban hechas las cosas que nacen para vivir y morir juntas»; y crecer, por descontado, entraba dentro del plan: ir a la playa solas -¡por fin!-, darse sus primeros besos «de novios», escapar de una vez por todas de la eterna panza de burro y del barrio de El Amparo y, quizás, no volver jamás; como si estuviesen huyendo de una de las erupciones del vulcán, dejando atrás todos los bártulos y todos los enseres de la niñez, sólo acordándose de los creyones del colegio, de «todas las cajas de regalices y los paquetes de papas con tazos dentro y las gomitas y los chicles de güevo de camello (…), los sacos llenos de gatos y los paquetes de munchitos y los kilos y kilos de latas de canvaca, y veíamos la tierra vuelta puro fuego. La lava del vulcán cubriéndolo todo (…) como si en ese sitio nunca hubiera habido nada, ni una isla, ni un barrio, ni una niña dentro de ese barrio estregándose sola hasta sacarse la sangre».
Decía el poeta Rainer
Maria Rilke, allá por el siglo XX, que «la verdadera patria del hombre es la
infancia»; y nosotros no entendemos, a estas alturas, por qué algunos se
empeñan en buscar patrias ajenas, inventadas o modernas si, luego, el exilio es
lo único que encuentran; el exilio que supone hacerse mayores y fijarnos más en
lo anecdótico -como es el acento, el uso del idioma o el léxico- que
en lo que verdaderamente importa. Con todo, también estamos del lado de Sabina
Urraca, inteligentísima editora de este texto: «huyamos de los lugares comunes
fácilmente explotables por los medios: Panza de burro no es una
historia que refleje el habla canaria, porque es solo el habla de un lugar
concreto, de un barrio concreto, de dos niñas concretas (…). En el proceso de
edición, he sentido una identificación con su habla, ciertos momentos de
comunión absoluta, pero también la extrañeza excitada de quien mira un animal
desconocido —de nuevo la bestia salvaje siendo adoptada— pues la infancia de
Andrea —o quizás debería decir la infancia de Isora y la protagonista—
transcurrió a una hora y media en guagua de la mía». De nuevo, la niñez
exaltada, desatada y salvaje frente a aquellos que se niegan a detenerse y a
admirarla y, por el contrario, se quedan simplemente de pie: oyendo hablar,
oyendo pronunciar de un modo curioso o raro, pero sin atender demasiado a
la conversación o a las palabras.
La primera novela de
Andrea Abreu es, por tanto, más que una novela sobre el habla de Canarias y sus
particularidades, una grandísima novela sobre la infancia y sus salidas
abruptas; es como la Malaherba de Jabois o el Otras
voces, otros ámbitos de Capote, un poco por la trama y otro poco por
el lenguaje onírico-poético que emplea Abreu en algunos fragmentos. Sea como
sea, es una novela redonda donde dos niñas, sin importarles demasiado hablar
canario, gallego o portugués, hablan como niñas, precisamente; y lo hacen,
además, para tratar aquellos temas que no entienden, que se les escapan de las
manos y que no son capaces de afrontar. A ver si, al final, van a ser más
complicados de entender los adultos -o los niños, dependiendo de la proximidad-
que las expresiones canarias… En cualquier caso, lean Panza de burro como
si estuvieran escuchando una canción. Quién sabe: igual terminan animándose y
bailando las canciones de su infancia, y para eso no hace falta saber qué
significan «chacho», «jediondo» o «jarrapa»; simplemente, dejarse llevar y
afinar la jugada.
Fuente: https://revistapopper.com/2020/11/05/panza-de-burro-de-andrea-abreu-el-verdadero-acento-esta-en-la-infancia/
¿Te estregas con tu amiga jarrapa?
Andrea Abreu define 11 expresiones clave de ‘Panza de Burro’
Juroniando: del verbo juroniar. Meter el jocico en asuntos ajenos. Investigar la vida privada de alguien. Stalkear en físico. Ej: A Chela no le gustaba que estuviésemos juroniando en la parte de arriba, quería mantenerlo todo tal cual estaba antes de que a su hija la encontraran.
ENTREVISTA A ANDREA ABREU
(por el poeta Mario Obrero)
Un país para leerlo | RTVE | 21 OCTUBRE 2022
martes, 12 de marzo de 2024
"Todo cuanto amé" | Siri Hustvedt | miércoles 13 marzo | 20 h
martes, 13 de febrero de 2024
"Las alegres" | Ginés Sánchez| jueves 14 febrero | 20 h
UNA LATINOAMÉRICA DE LA MENTE:
SOBRE 'LAS ALEGRES' DE GINÉS SÁNCHEZ
Las alegres transita del lado de
la vida, claro. Y también nos ayuda a nosotros, lectores de aquí y de allá, a
encontrar en ese valiente pasarse de la raya una literatura que convive con la
historia
Algo en mi interior, una fuerza poderosa que se suele denominar oficio pero que en mi caso tiende a hacerme llenar páginas y páginas de tópicos, casi teclea por mí un arranque diferente a este texto: Esta no será una reseña al uso. Así. A pelo. Sea lo que sea una reseña al uso, vamos a huir de ella. Casi estoy por añadir que toda reseña al uso empieza advirtiendo que no lo será.
¿Qué es, entonces, una reseña al
uso? ¿Existe, es concebible una reseña al desuso? ¿Qué reacciones nos provoca
la literatura usual? ¿Y la inusual? ¿Quién dice qué es el uso literario, qué el
abuso, qué ha caído en desuso? ¿Qué libro ha quedado inconcluso, dejándote
patidifuso, obtuso o tal vez hasta bielorruso? Esta reseña se va a ocupar de lo
que entendemos por uso, descontando sindicatos.
En Las alegres (Tusquets, 2020),
Ginés Sánchez ubica al lector en una Latinoamérica sintética, una Cheetah más
collage que ficción que actualiza una tradición de toponimias literarias que
pasa, sí, por Comala o Macondo, y también -claro- por la Santa Teresa de Bolaño, pero también por la San Cristóbal de Andrés Barba en República luminosa
o el Puesto del Este de Cristina Fallarás.
La técnica es fragmentaria y
coral, con la apabullante perfección técnica marca de la casa a que nos tiene
acostumbrados Sánchez: cada escena marcha a un ritmo -narrativo y sintáctico-
propio pero sincronizado con el tiempo macro de la novela. El trabajo con el
lenguaje es ingente, si bien más sutil que en anteriores obras del autor, que
ha hecho del virtuosismo con los infinitos registros del español americano seña
de identidad desde Los gatos pardos. Documentos policiales, académicos,
sociológicos, históricos, periodísticos se intercalan con diálogos que amplían
la toma hasta los poros de la piel, en escenas de crudeza contenida, horror
semielidido que toma del archivo subconsciente del lector el ingrediente que
falta para una experiencia literaria intensísima.
Ahora deténgase, querido lector,
y relea los dos últimos párrafos: he ahí mi reseña al uso, y he necesitado
demostrarle que podía hacerla. Ya puede usted salir con toda tranquilidad de
este texto, que transitará en adelante por un territorio estrictamente
extraliterario.
Esto es, extraliterario si para
usted la literatura es tiki-taka adjetival y virtuosismo en la relojería, y
todo lo demás es literatura. En caso contrario no tema, en este texto no
estamos a Rolex. O sí. Estamos a setas y a Rolex, como siempre. Tema setas: en
Las alegres hailas. Muchas. Un grupo de mujeres se organiza, en un contexto de
extrema violencia machista estructural, para pasar a la acción. Toda la novela
persigue pistas de esa acción, que siempre parece quedar detrás de un velo, de
un subgrupo dentro de otro subgrupo, de una conocida de una conocida. Sin
embargo, y aunque la acción no pueda ser documentada, aparecen cadáveres. De
hombres esta vez. No inocentes. La prensa de Cheetah, así como su masculinísima
intelectualidad, enloquece: qué está pasando con estas mujeres locas, adónde
vamos a llegar, qué nueva enfermedad corroe nuestra sociedad y nuestra moral.
Y aquí llegamos al triple salto
mortal, el rasgo que le otorga a Las alegres su genuino sabor: cuando las
críticas al uso que la novela ha despertado se emparentan con los textos que,
dentro del libro, analizan sin mucha fortuna el alzamiento feminista que sacude
el país. Los pero a dónde vamos a llegar se mezclan con los esto ya no es
literatura, los cuando las mujeres usan la violencia pierden la razón con los
qué necesidad había de hablar de esto (cito todo el rato de memoria). Límites.
Usos. Quién los traza. Quién los vigila. Quién sanciona qué es terrorismo, qué
protesta, qué panfleto, qué literatura.
Las alegres se instala en un
terreno literario explosivo que sacude los cauces de un canon implosivo, se
posiciona de otro lado, obliga a mentes biempensantes al uso a remarcar esos
buenos usos de toda la vida, cuando los libros no se salían del repertorio
narrativo y moral reglamentario. Las alegres transita del lado de la vida,
claro. Y también nos ayuda a nosotros, lectores de aquí y de allá, a encontrar
en ese valiente pasarse de la raya una literatura que convive con la historia,
con la violencia, con el pánico, con el dilema, con el valor. Con la vida de
las mujeres, en suma.
JOSÉ DANIEL ESPEJO
Fuente: https://www.eldiario.es/murcia/leer-el-presente/latinoamerica-mente-alegres-gines-sanchez_132_6229502.html
LAS ALEGRES, PREMIO AL LIBRO MURCIANO DE 2020