martes, 8 de octubre de 2024

"La metamorfosis" | Franz Kafka | miércoles 16 oct. | 20 h

 



 1924-2024  

CENTENARIO DE LA MUERTE DE FRANZ KAFKA


La metamorfosis, publicada en 1915, es una de las novelas más analizadas de la literatura moderna, es tal vez la obra más conocida de Franz Kafka y es un relato que permite diversos puntos de vista, interpretaciones psicoanalíticas, marxistas, biográficas, fenomenológicas, sociales, etc. (Cabe preguntarse si en realidad es una novela corta o un cuento; Deleuze y Guattari clasificaron la obra como cuento). Mucho se ha dicho sobre Gregorio Samsa y a muchos, generación tras generación, su fortuita metamorfosis ha sorprendido. El relato no es fantástico, pese a lo obvio. Está más cerca del dadaísmo, el surrealismo y el existencialismo. Es un relato que se ha convertido en un mito contemporáneo. Al mismo tiempo, se sitúa en el origen de la literatura simbolista del siglo XX y explica, como los mitos, qué pasa con aquellos seres humanos que se convierten en “insectos”, en “bichos raros” en esta sociedad global de trabajos y consumos…

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 “Franz Kafka busca siempre decir lo máximo con lo mínimo”

Joan Tarrida



Durante su corta, pero intensa vida, el escritor checo cultivó su pasión por las letras y también por el arte, a través de dibujos que demuestran la esencia de su obra. A un siglo de la muerte del autor, Joan Tarrida, editor español de Los Dibujos, el último libro póstumo de Franz Kafka, comparte con Culto su mirada sobre el "visionario" escritor.


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ADAPTACIONES CINEMATOGRÁFICAS DE 

LA METAMORFOSIS


 Franz Kafka's It's a Wonderful Life (Peter Capaldi, 1993)


A medio camino entre el relato existencialista y la fábula de la incomunicación, es uno de los textos que más juego ha dado en el cine, ya que cuenta con un buen puñado de adaptaciones a la pantalla aunque ninguna demasiado popular.

 

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LA METAMORFOSIS   (novela gráfica)

 (adaptación de Peter Kuper)





AUDIOLIBRO 



 [audiolibro narrado por Jesús Polvorinos]



jueves, 12 de septiembre de 2024

"Nos vemos allá arriba" | Pierre Lemaitre | miércoles 18 sep. | 20 h

 

 



Se acerca el primer centenario de la Gran Guerra. El 28 de julio de 1914 comenzó una escalada bélica que se cobraría casi veinte millones de vidas, si sumamos las bajas y los desaparecidos. Se habló de Gran Guerra porque nadie se atrevió a pensar que una matanza semejante se repetiría, incrementado hasta cifras inverosímiles el número de víctimas. Pierre Lemaitre (París, 1951) ha recreado convincentemente las heridas provocadas por la rivalidad entre las grandes potencias de la época. Gracias a los avances de la industria y la ciencia, la ambición de poder desató una violencia particularmente mortífera, que exacerbó los impulsos más destructivos de la condición humana.




La historia de Albert Maillard y Édouard Péricourt reproduce los sentimientos de impotencia, humillación, miedo y desamparo de los combatientes, casi siempre hombres comunes con escaso ardor bélico y un sincero anhelo de paz. Albert es un simple contable, con una madre sobreprotectora y una novia casquivana. Édouard es el hijo de un poderoso hombre de negocios, que no le entiende ni le aprecia demasiado. Iconoclasta, provocador y algo bohemio, es un dibujante extraordinario, que se ríe de los convencionalismos y la moral tradicional.

A medio camino entre Goya y Sade, muestra las miserias del clero y los aspectos más escabrosos de la sexualidad.

A pocos días del armisticio, el teniente Henri d'Aulnay-Pradelle provocará una sangrienta escaramuza para ascender y encarar la posguerra como un héroe, explotando sus éxitos militares. Albert avanzará por el campo de batalla, sin esperar que Pradelle le arroje a un cráter excavado por un mortero. Se ha convertido en un testigo incómodo y el teniente intentará deshacerse de él. Una explosión completará el trabajo, enterrándole con la cabeza de un caballo. Una onda expansiva ha decapitado al animal y todo indica que será su única compañía en su viaje hacia la muerte. Sin embargo, Édouard contempla la escena e interviene, desenterrando a su compañero. Su gesto de heroísmo le costará un terrible precio. Un trozo de metralla impacta en su cara y le deja gravemente mutilado. Sin nariz, mejillas ni mandíbula, su rostro se convierte en una horrible máscara. Las quemaduras solo respetarán sus ojos, que sobrevivirán para lanzar una mirada de acusación a una sociedad embrutecida por la guerra y las privaciones. Albert asumirá su cuidado el resto de su vida. Al regresar a la vida civil, los dos romperán sus lazos familiares y sociales, recluyéndose en una modesta habitación. Albert aliviará el dolor de su amigo con grandes dosis de morfina, sometiendo su existencia a la penosa tarea de conseguir la droga en el mercado negro.

Nos vemos allá arriba es una novela con grandes cualidades: una trama meticulosamente urdida, unos personajes rebosantes de humanidad, un buen ritmo narrativo y una prosa que fluye sin retórica ni alardes de estilo.

Sin caer en el panfleto, Lemaitre formula una profunda condena moral contra la guerra. La amistad entre Albert, que renuncia a sus intereses personales, y Édouard, transformado en un golem que se oculta de las miradas ajenas, no es producto de los sentimientos de culpa y gratitud, sino de la fibra moral que alienta en el interior del ser humano. A pesar de todas las ignominias de nuestra especie, la voz de la conciencia no renuncia a manifestarse, recordándonos que nuestra obligación es socorrer a los más débiles y vulnerables. No se trata de caridad, sino de nuestra propia dignidad, pues si ignoramos el dolor del otro, perderemos la autoestima o nos deslizaremos por la pendiente del cinismo y la crueldad.

No es casual que Édouard solo conserve intacta la mirada. Los ojos son una metáfora del Tú que invoca la solidaridad del Yo. El mal solo es la quiebra de esa reciprocidad que se despliega como fundamento de una ética elemental. Nos vemos allá arriba no es literatura juvenil, pero sí es una buena lectura para los jóvenes. Édouard no despierta compasión, sino repugnancia y rechazo. Al margen de su amigo Albert, solo logra el afecto y la aceptación de una niña, que aún no ha sucumbido a los prejuicios de los adultos. Sus pequeños dedos recorrerán su rostro deformado, con un sonrisa llena de ternura. 

Nos vemos allá arriba es una elocuente lección de humanidad y un hermoso relato que nos recuerda la vieja máxima paulina: el hombre no es nada sin amor hacia sus semejantes. 


Rafael Narbona

http://www.elcultural.com/revista/letras/Nos-vemos-alla-arriba/34717



ADAPTACIÓN A NOVELA GRÁFICA


ADAPTACIÓN CINEMATOGRÁFICA


Noviembre de 1919. Dos supervivientes de las trincheras, uno un magnífico ilustrador y el otro, un modesto contable, montan una estafa sobre los monumentos a los muertos de la guerra. En la Francia de los años veinte, el proyecto se convierte en algo tan peligroso como espectacular.





martes, 11 de junio de 2024

"Kentukis" | Samanta Schweblin | miércoles 12 junio | 20 h

 



Hace un año, el club de lectura Dante se acercó a la obra de Samanta Schewblin a través de su libro de relatos Pájaros en la boca. 

En esta ocasión nos reuniremos para compartir impresiones sobre Kentukis, su segunda y última novela publicada. 



Furbies con alma y voyeurs inalámbricos

Andrea Núñez-Torrón Stock

8 FEB 2019

 

Los androides también se sienten solos

Philip K. Dick

 

Chats anónimos donde tu webcam se conecta con otras miles del mundo, pastillas para anestesiar la soledad como problema global, niños japoneses confinados a la luz azul de sus pantallas, hogares tardocapitalistas del tamaño de cápsulas para jóvenes sin futuro, como prefacio de sus propios ataúdes, algoritmos que persiguen tus huellas por la red para vender vender vender vender, hashtags como tatuajes efímeros, identidades líquidas, porno virtual a la carta, drones que apagan incendios, pulseras inteligentes que salvan el paseo de señoras con Alzheimer, bebés manejando con destreza Youtube, Zuckerberg mirándote por una rendija, drogas y snuff en la Deep Web, videollamadas a la otra punta del globo, robots operando entrañas con mejor pulso que tu cirujano. Podría parecer ciencia ficción o el sueño húmedo de Julio Verne, pero se trata de la realidad actual, un juego eterno de escopofilia y voyeurismo, de smartphones convertidos en miembros fantasma cuando se quedan sin batería y chutes de endorfina vía likes. La sociedad de la hiperrealidad vive en streaming, pero puede que en plena crisis global, el individuo se sienta más solo que nunca.




Nuestra relación con la tecnología es tan compleja, íntima y agridulce que nadie puede abordarla con palabras mejor que Samanta Schweblin, la pluma detrás de Kentukis, una novela publicada por Penguin Random House que escarba en el lado más oscuro, morboso y dependiente que establecemos con los gadgets, explorando la posibilidad de mirar y ser mirado, pasearse por la vida de otros o que se paseen por la tuya, gracias a unos juguetes exclusivos en forma de tiernos animales con cámaras en los ojos y ligados a una persona anónima de cualquier punto del planeta. Son los kentukis, y como toda tecnología abren una nueva Caja de Pandora y desentierran los problemas de siempre: la identidad, los instintos más depravados, la angustia existencial, la conexión con los demás, la rebeldía contra un sistema que exprime y agota a los cuerpos y a las almas hasta hacerlos papilla, las posibilidades del arte, la evasión a través del viaje, el miedo a lo desconocido, la catarsis de la violencia.

Como los humanos, los kentukis no pueden volver a la vida una vez se hayan quedado sin batería. Aquellas personas que se hacen con uno invitan a un nuevo inquilino a colarse en su casa desde su dispositivo, iniciando una compleja interacción sobre la que la autora porteña se posa con mirada viva y cercana, sin juzgar, mostrando un abanico de historias cuyo regusto no es ya futurista, sino rabiosamente actual. Detrás de uno de esos bichos electrónicos con autonomía propia puede estarte mirando un jubilado aburrido, un pedófilo, una adolescente antisistema, alguien que conoces, un sicario, una antigua compañera de universidad. Tu kentukis podría salvarte de un infarto, follarte con un arnés, escuchar tus últimas palabras, hacerte compañía mientras cocinas, lloras o te masturbas, conocer tus infidelidades y tus miserias, tus secretos de alcoba y tus miedos recónditos. Ignorarte o perseguirte a todos lados. ¿Quién de los dos tiene libre albedrío?




Prefieras ser o estar, hayas nacido para ser mirado o para colarte en las vidas ajenas como forma de vivir otras vidas distintas, Kentukis te encantará. Cruda como la misma realidad, afilada como una navaja, picante como el wasabi y repleta de incógnitas sobre el tecnologizado presente que se ciñe sobre nosotros como una colección de sogas o un universo de posibilidades, se trata de una novela sin precedentes. Un relato coral del vínculo -desde emocional y simbólico a fetichista y y compulsivo- que establecemos con las máquinas, capaces de sacar afuera nuestro patetismo e irrelevancia pero también nuestras ansias de libertad, nuestro interés por el resto o la conexión con lo que verdaderamente nos importa.

A ti te tocó el furby, el smartphone o el cinexin pero puedo haberte tocado vivir con un kentuki. Y la pregunta sigue siendo: ¿qué hacemos ahora?



EL PRIMER SOPLO DE INSPIRACIÓN DE KENTUKIS



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ENTREVISTA A SAMANTA SCHWEBLIN



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martes, 14 de mayo de 2024

"Un mundo feliz" | Aldous Huxley | miércoles 15 mayo | 20 h

 






ENTREVISTA A ALDOUS HUXLEY

El autor describe su visión de un hipotético mundo en el que todos nuestros actos y pensamientos son controlados. En la entrevista, Aldous Huxley afirma que ese mundo descrito en su libro estaría a la vuelta de la esquina.











Un mundo feliz

Dos novelas, Un mundo feliz, de Huxley, y 1984, de Orwell, son adecuadas para metaforizar las formas de poder existentes a lo largo del siglo XX y que se resumen en dos sistemas sociales: el capitalismo y el estalinismo.

Juan Manuel Aragüés Estragués

Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza

25 OCT 2019  


En ocasiones hay textos que se adelantan a su tiempo y que son capaces de perfilar los trazos del futuro. Textos anticipatorios en los que el autor coloca ante nosotros lo que va a ser con un grado tal de verosimilitud que, al cabo de los años, somos capaces de reconocernos en lo que allí se escribió. Es lo que sucede con la novela de Aldous Huxley Un mundo feliz, publicada en 1932 y que junto con 1984, de George Orwell, obra de 1948, pueden entenderse como metáforas ajustadas de las dos formas de poder que fueron dominantes a lo largo del siglo XX: capitalismo y estalinismo.

 

Orwell y la denuncia del estalinismo

Una primera precisión. La utilización del concepto estalinismo de manera sistemática no debe ser entendida, en ningún modo, como sinónimo de comunismo. El estalinismo, lo hemos expresado ya en algún texto, supone la muerte de la Revolución y nada tiene que ver con una sociedad comunista. Es algo que muchos intelectuales de perfiles comunistas, especialmente del ámbito de la literatura, como el propio Orwell, Victor Serge, Arthur Koestler, advirtieron en fechas muy tempranas, en paralelo a los terribles juicios de Moscú, donde, por cierto, se ambienta la magistral El cero y el infinito, del último de los autores mencionados. Mientras otros intelectuales se obstinaban todavía, en los años 40 —Merleau-Ponty— y 50 —Jean Paul Sartre— en la defensa de la URSS como patria del socialismo marxista, Orwell trazaba con nitidez los rasgos de una sociedad distópica que ya pudiera ser entendida como la autoritaria realidad social soviética. Un rasgo caracteriza a ambas: la persistente, evidente y avasalladora presencia de un poder que priva de libertad a los individuos.


Cualquiera que recorriera las calles de la URSS a lo largo de su historia se vería abrumado con las innumerables marcas ideológicas y políticas que jalonaban la vida cotidiana del país. Las referencias al Partido en cualquier rincón y calle, los nombres vinculados a la Revolución en bibliotecas, metro y todo lugar público, otorgaban visibilidad a un poder que buscaba hacerse presente. El «Gran Hermano» del que habla Orwell, con su doble dimensión paternal y represora, no se distancia en exceso de los perfiles políticos de un estalinismo que, no en vano, Orwell, militante trostkista, tiene en su cabeza cuando escribe la obra. Aunque esto no fuera señalado por el autor de 1984, el riesgo de una tal concepción del poder es que señala de modo muy evidente dónde se encuentran las responsabilidades cuando algo no funciona bien o cuando la represión es vivida como un exceso. El Partido aparece inmediatamente como responsable de lo que acontece y, por lo tanto, como problema que es preciso superar cuando las cosas no funcionan. De ahí las lógicas de las revueltas que acabaron con las sociedades del «socialismo real» hace más de tres décadas, una lógica que hacía del Partido, y por extensión del comunismo que se le asociaba, el blanco de la indignación popular. Frente a la represión del estalinismo, el capitalismo se mostraba, a esos ojos, como una promesa de libertad.

 

Un mundo feliz

En un fragmento de otra magnífica novela de la época, La uvas de la ira (1939), de John Steinbeck, y ante el desahucio de sus tierras, uno de los miembros de la familia Joad, escopeta en mano y en diálogo con el conductor del tractor que ha venido a derruir su casa, un vecino de toda la vida, quien le informa de que aunque le mate a él vendrán otros y que la responsabilidad última no la ejerce una persona en concreto sino un lejano banco sin rostro reconocible, se pregunta en voz alta: “¿A quién le podemos disparar? A este paso me muero antes de poder matar al que me está matando a mí de hambre”. Por otro lado, años más tarde, cuando la lógica del nuevo capitalismo ya se había asentado con solidez, M. Foucault nos advertía que “la eficacia de la ley radica en su disimulación”. Ahí tenemos dos características de la forma de poder que es descrita en la novela de Huxley y que coinciden, en realidad, con las prácticas del capitalismo del siglo XX: el poder se difumina, pierde sus rasgos personales y su dimensión represora en la medida en que el sujeto actúa sin aparente constricción externa, dado que el funcionamiento subjetivo ha sido interiorizado mediante diferentes estrategias.

Frédéric Lordon, en su libro Los afectos de la política, subraya que el capitalismo es el primer sistema en la historia de la humanidad que consigue el control social a partir de afectos alegres. Ello no quiere decir que el capitalismo no haya utilizado, y utilice, estrategias de extrema represión cuando llega el caso, pero sí pone de manifiesto que en nuestras sociedades se apuesta por métodos mucho más eficaces de control, que evitan esa visibilidad del poder que lo torna tan vulnerable. Si en algo se ha especializado el capitalismo, especialmente en sus fases fordista y posfordista, es en las dinámicas de construcción de subjetividad. Que, por cierto, son descritas, de una manera un tanto ingenua, en la novela de Huxley y en las que, significativamente, dios es nombrado como Ford. 


Huxley, en una época en la que los medios de comunicación y la tecnología no habían alcanzado todavía un grado de desarrollo como el que se produce solo treinta años más tarde, cifra la construcción de subjetividad a través de mecanismos psicológicos y de drogas, estrategias que consiguen ajustar a los sujetos a las prácticas sociales sistémicas con una enorme eficacia. En la realidad, de ahí su diferencia con la novela, el capitalismo, en lugar de procedimientos psicológicos, al menos en la manera en que los describe Huxley, ha empleado de modo masivo los medios de comunicación como instrumento para producir esas subjetividades que, como decía Jesús Ibáñez, “son el objeto mejor producido por el sistema”.




Como apunta Lordon, en la etapa fordista el consumo se convierte en el instrumento de construcción del deseo subjetivo, un deseo transitivo, que se dirige hacia objetos externos que deben colmar nuestra dicha. Y, como decía José Luis Pardo, si el coche publicitado no colma tus sueños, el problema no es del coche, sino de tus sueños. En la etapa posfordista, sin abandonar la estrategia del consumo, el capital implementa la construcción de sí, en la que el deseo se vuelve intransitivo y se vuelca en el modelado de nuestra propia subjetividad para ajustarla a las demandas del sistema. Conceptos como competencias, empleabilidad, coaching, colocan la carga de la prueba sobre el sujeto, al que se responsabiliza por completo de sus éxitos y fracasos. De ese modo, la falta de expectativas laborales, por ejemplo, es consecuencia de la baja empleabilidad del sujeto, no de las características de un sistema económico construido a mayor beneficio de unos pocos, del mismo modo que la falta de salud puede ser imputable a los inconvenientes hábitos alimentarios de los sujetos o al insuficiente cuidado de su cuerpo. Laval y Dardot han subrayado la tendencia del neoliberalismo a convertir a los sujetos en «empresarios de sí», en esforzados escultores de su propia subjetividad en busca del éxito social.


Conclusión

Seducción. Esa es la palabra clave para entender el capitalismo contemporáneo. El capitalismo ha conseguido construir un mundo feliz en el que los sujetos, convencidos de que actúan de propia iniciativa, sin embargo no hacen sino responder a los estímulos con los que la sociedad, por diferentes estrategias, los moldea. Spinoza nos recordaba que nos creemos libres porque, en realidad, desconocemos las fuerzas que nos impulsan a obrar. El capitalismo ha sublimado esta estrategia, enmascarando de tal modo la seducción que el sujeto ni siquiera posee conciencia de ser seducido: la suya es siempre una actuación libre y racional, fruto de su propia decisión.

Es cierto que el neoliberalismo, con la pulsión suicida que le acompaña y que le lleva a recuperar ciertas dinámicas represivas que pensábamos superadas por la inteligencia del capital, está mostrando ciertas grietas por las que se cuela la conciencia crítica frente a un sistema que está poniendo en riesgo la supervivencia misma del planeta. Sin embargo, la novela de Huxley continúa siendo una magnífica metáfora de los momentos de mayor apogeo del Estado del Bienestar. Y quizá apunte, en unos momentos en que la ingeniería genética comienza a tomar vuelo como instrumento de moldeado de los sujetos, hacia futuras estrategias de dominio. Un mundo feliz es, sin duda, un clásico del fordismo. Esperemos que no lo sea, por otros motivos, del neoliberalismo.


Fuente: https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/un-mundo-feliz

 


lunes, 15 de abril de 2024

PRESENTACIÓN DEL NUEVO LIBRO DE GINÉS ANIORTE | miércoles 17 abril | 20 h

 




Dentro de la programación de la I Feria del Libro del Valle de Ricote, este miércoles, a partir de las 20 h y después de nuestra sesión del club de lectura con Panza de Burro, de Andrea Abreu, Ginés Aniorte presentará su nuevo libro, de VERBIS. A modo de tratado, en la Biblioteca Padre Salmerón.


¡OS ESPERAMOS!






jueves, 11 de abril de 2024

"Panza de burro" | Andrea Abreu | miércoles 17 abril | 19 h

 



‘Panza de burro’, de Andrea Abreu: el verdadero acento está en la infancia

ALFONSO MARESCHAL | 5 NOVIEMBRE 2020

Hace ya unos cuantos años, el columnista gallego Julio Camba (Pontevedra, 1884 – Madrid, 1962) publicaba un breve artículo titulado El acento en su periódico de siempre. Tiempo después, el texto aparecería recogido en su propia antología personal de artículos selectos, Mis páginas mejores (Gredos, 1956), y pasaría a la historia del periodismo patrio por frases como éstas: «No se le autorizaba a nadie acento ninguno. Una marquesa con dejo gallego o catalán, andaluz o madrileño, les resultaba inadmisible, como si las marquesas no nacieran en ninguna parte. Y la pobrecita muda no podría romper a hablar hasta que hubiera desnaturalizado su voz por completo y lograra expresarse como un fonógrafo (…). Pero yo no quiero hacer comentarios sobre el acento gallego. En esto de los acentos tengo una experiencia algo desagradable y no desearía repetirla con mis propios paisanos».

El artículo en cuestión trataba sobre una ilustre compañía actoral española y sobre dos de sus más jóvenes y prometedoras representantes, que, por cuestiones de la edad, sólo interpretaban papeles secundarios y mudos, a raíz de un fuerte acento gallego que las limitaba a la hora de pronunciar correctamente algunas de las frases del guion. A lo largo de la columna, por tanto, el lector se indigna y se estremece por las particularidades derivadas de este asunto: los usos del idioma y la preponderancia del dialecto frente a las limitaciones de una lengua común; sin embargo, se olvida siempre de lo más importante: que estamos hablando de la forma que tienen de hablar dos niñas pequeñas, de una manera de contar las cosas propia de la infancia que es, incluso, capaz de esconder más verdad, más personalidad y más significado que el gallego, que el canario, que el andaluz o que el mismísimo castellano neutro de la Meseta Central.

Normalmente, cuando un par de niñas -y más aún en un contexto literario, o periodístico- hablan de una manera diferente a la habitual o, al menos, distinta a la que de ellas se espera, los demás solemos prestarles tanta atención a los detalles que terminamos olvidándonos del resto: de lo que dicen, de cómo lo dicen, de hasta qué punto sienten lo que dicen; por el contrario, nos fijamos en lo desconocido, en lo anecdótico, en lo novedoso y perdemos de vista todo lo que no suponga, en el momento, una brutal dosis de originalidad.

Sin ir más lejos, esto es lo que ha sucedido recientemente con Panza de burro (Editorial Barrett, 2020), el debut narrativo de la tinerfeña Andrea Abreu (Icod de los Vinos, 1995), autora de una de las novelas más celebradas de los últimos tiempos; especialmente, gracias al uso de canarismos y de expresiones locales que han logrado cruzar el océano Atlántico y fascinar al lector peninsular, aunque éste no termine de entenderlas del todo. En palabras de su editora, Sabina Urraca, lo que pretendían era clamar «por que la literatura sea un fluido que se cuele en el cerebro de forma compacta, sin detenerse en un eventual tropezón lingüístico. Que se lea como se escucha una canción, una canción en un idioma extraño que el cerebro, a fuerza de escucharla, vaya desentrañando. Además, casi nadie quiere viajar a un lugar donde lo entienda todo perfectamente», pero no siempre ha salido como ellas mismas esperaban, sino que, a veces, los lectores se quedan atascados en la superficie, atrapados en esa palabra extraña que no logran descifrar (como «machango», «mujo» o «abobito»), y se pierden lo mejor. Todo, por no leer como se escucha una canción extranjera, que diría Urraca.



Y por eso siempre, después de pasar todo el día jugando a las barbis y hacer como que las barbis eran personajes de las novelas y los ken eran Juan, Franco y Gato y las barbis eran Gimena, Sarita y Norma y los ken eran brutos y morenos y las barbies eran flacas, muy flacas, más flacas, y bailaban bien y besaban bien y se tumbaban encima de los ken y los ken se tumbaban encima de ellas y piquipiquipiqui, machacábamos sus cuerpitos de plástico uno contra el otro y decíamos que estaban queriéndose […]». Fragmento de ‘Panza de burro’ ilustrado por Paola Ascanio.


En el fondo, descubrir Panza de burro es como descubrir el reguetón, como les pasaba a las dos niñas protagonistas de la novela cuando, a las puertas de la adolescencia, descubrieron a la banda dominicana Aventura: si uno se limita a escuchar la melodía o el acento caribeño de sus componentes se perderá, seguramente, lo mejor: la letra. Del mismo modo, si uno se queda en los canarismos y en las expresiones locales de Abreu, seguramente, también se pierda lo mejor: la manera de vivir y de comunicarse que tiene la juventud, que magistralmente -más aún, incluso, que las expresiones canarias y los localismos- refleja Andrea Abreu a lo largo de su obra. A mitad de la novela, de hecho, la autora se pone a describir la «tristeza extraña» de Isora, una de las dos protagonistas, e incide en ella en los siguientes términos: «así como un martilleo era su tristeza, como un picapinos perforando la madera piquipiquipiqui y repetía me quiero quitar la vida, me quiero morir. Y lo decía así, con esas palabras, como si tuviera cincuenta años y no diez». El quid de la cuestión, por tanto, está en hablar acorde a la niñez; y no en hacerlo de un modo más o menos canario, que, en el fondo, es lo de menos.

A este respecto, contaba Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes (Acantilado, 2002) que «en la infancia, (…) las palabras que se cambian los adultos entre sí no las comprendemos ni nos interesan; al contrario, nos aburren infinitamente. Nos interesan, sin embargo, sus decisiones, que pueden cambiar el curso de nuestras jornadas, los malhumores, que ensombrecen las comidas y las cenas (…). Entramos en la adolescencia cuando las palabras que se cambian los adultos entre sí se nos hacen inteligibles; inteligibles pero sin importancia para nosotros, porque nos ha llegado a ser indiferente el que en nuestra casa reine o no la paz». Así, Isora y su mejor amiga (la voz en primera persona que se dedica a narrar) huyen de la manera que tienen los adultos para comunicarse con los demás, pero, al mismo tiempo, empiezan a entenderlas: las palabras «responsabilidad», «trabajo» o «amor» cobran sentido, de pronto; y otras como «pepe», «cuca» o «foquin bitch» comienzan a diluirse. Mientras tanto, las niñas tontean con el inicio de la adolescencia, con esa etapa en la que, según Ginzburg, «sentimos que no podemos ser felices si en la escuela los otros muchachos nos han despreciado un poco. Haremos cualquier cosa para salvarnos de este desprecio: y hacemos cualquier cosa», aunque sea perseguir a Isora por los montes y las huertas, o seguirla a pies juntillas por entre las lajas rotas del canal.

Huyendo de las palabras graves y profundas, de las palabras adultas, de hecho, es como se define la relación de amistad que surge entre las dos protagonistas de la historia: «Me repetí que nosotras no éramos como esas amigas que se tocaban y se decían te quiero»; y también es como acaba la novela: con un término horrible, inenarrable, tan adulto que si nadie en todo el pueblo suele ser capaz de enunciarlo delante de una persona de cincuenta o de sesenta años, ¡¡imagínense de diez!!

Fíjense ustedes, entonces, hasta qué punto llegaba la amistad entre Isora y la voz principal que, cuando ambas se enfadaban entre sí, ésta dejaba, incluso, de hablar: «ese día estuve yo muy callada, como todo el resto de días en los que no había sido amiga de Isora, cantando para mis adentros una canción de Aventura». Ya ven, así, hasta dónde es capaz de llegar el poder de las palabras a edades tempranas; y, claro, también eso tan cursi -y necesario- que algunos han llamado el poder de la amistad. «Porque si algo yo sabía era que Isora y yo estábamos hechas como estaban hechas las cosas que nacen para vivir y morir juntas»; y crecer, por descontado, entraba dentro del plan: ir a la playa solas -¡por fin!-, darse sus primeros besos «de novios», escapar de una vez por todas de la eterna panza de burro y del barrio de El Amparo y, quizás, no volver jamás; como si estuviesen huyendo de una de las erupciones del vulcán, dejando atrás todos los bártulos y todos los enseres de la niñez, sólo acordándose de los creyones del colegio, de «todas las cajas de regalices y los paquetes de papas con tazos dentro y las gomitas y los chicles de güevo de camello (…), los sacos llenos de gatos y los paquetes de munchitos y los kilos y kilos de latas de canvaca, y veíamos la tierra vuelta puro fuego. La lava del vulcán cubriéndolo todo (…) como si en ese sitio nunca hubiera habido nada, ni una isla, ni un barrio, ni una niña dentro de ese barrio estregándose sola hasta sacarse la sangre».



«Subí la cuesta y ya por la mitad del camino me puse triste y miré al cielo y ya sí se había hecho de noche de verdad y ya las ranitas del estanque en el que ya nadie nadaba empezaban a cantar y parecía como una canción antigua, una canción que venía de siglos atrás, de cuando Isora y yo todavía no éramos amigas pero estábamos predestinadas a serlo, porque si algo yo sabía era que Isora y yo estábamos hechas como estaban hechas las cosas que nacen para vivir y morir juntas y me di la vuelta y le dije shit, acompáñame aunque sea hasta cas los homosecsuales, acompáñame, chacho, que yo siempre te acompaño». Fragmento de ‘Panza de burro’ ilustrado por Paola Ascanio.


Decía el poeta Rainer Maria Rilke, allá por el siglo XX, que «la verdadera patria del hombre es la infancia»; y nosotros no entendemos, a estas alturas, por qué algunos se empeñan en buscar patrias ajenas, inventadas o modernas si, luego, el exilio es lo único que encuentran; el exilio que supone hacerse mayores y fijarnos más en lo anecdótico -como es el acento, el uso del idioma o el léxico- que en lo que verdaderamente importa. Con todo, también estamos del lado de Sabina Urraca, inteligentísima editora de este texto: «huyamos de los lugares comunes fácilmente explotables por los medios: Panza de burro no es una historia que refleje el habla canaria, porque es solo el habla de un lugar concreto, de un barrio concreto, de dos niñas concretas (…). En el proceso de edición, he sentido una identificación con su habla, ciertos momentos de comunión absoluta, pero también la extrañeza excitada de quien mira un animal desconocido —de nuevo la bestia salvaje siendo adoptada— pues la infancia de Andrea —o quizás debería decir la infancia de Isora y la protagonista— transcurrió a una hora y media en guagua de la mía». De nuevo, la niñez exaltada, desatada y salvaje frente a aquellos que se niegan a detenerse y a admirarla y, por el contrario, se quedan simplemente de pie: oyendo hablar, oyendo pronunciar de un modo curioso o raro, pero sin atender demasiado a la conversación o a las palabras.

La primera novela de Andrea Abreu es, por tanto, más que una novela sobre el habla de Canarias y sus particularidades, una grandísima novela sobre la infancia y sus salidas abruptas; es como la Malaherba de Jabois o el Otras voces, otros ámbitos de Capote, un poco por la trama y otro poco por el lenguaje onírico-poético que emplea Abreu en algunos fragmentos. Sea como sea, es una novela redonda donde dos niñas, sin importarles demasiado hablar canario, gallego o portugués, hablan como niñas, precisamente; y lo hacen, además, para tratar aquellos temas que no entienden, que se les escapan de las manos y que no son capaces de afrontar. A ver si, al final, van a ser más complicados de entender los adultos -o los niños, dependiendo de la proximidad- que las expresiones canarias… En cualquier caso, lean Panza de burro como si estuvieran escuchando una canción. Quién sabe: igual terminan animándose y bailando las canciones de su infancia, y para eso no hace falta saber qué significan «chacho», «jediondo» o «jarrapa»; simplemente, dejarse llevar y afinar la jugada.

Fuente: https://revistapopper.com/2020/11/05/panza-de-burro-de-andrea-abreu-el-verdadero-acento-esta-en-la-infancia/




Edición en inglés de Panza de burro


¿Te estregas con tu amiga jarrapa? 

Andrea Abreu define 11 expresiones clave de ‘Panza de Burro’

Juroniando: del verbo juroniar. Meter el jocico en asuntos ajenos. Investigar la vida privada de alguien. Stalkear en físico. Ej: A Chela no le gustaba que estuviésemos juroniando en la parte de arriba, quería mantenerlo todo tal cual estaba antes de que a su hija la encontraran.

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ENTREVISTA A ANDREA ABREU 

(por el poeta Mario Obrero)

Un país para leerlo | RTVE | 21 OCTUBRE 2022