La novela publicada póstumamente
“La impaciencia del corazón” -o “La piedad peligrosa”- escrita en 1939,
parece apuntar inicialmente a una
historia aparentemente banal; la de un hombre que se compromete por compasión
con una mujer discapacitada y luego rehúsa cumplir su promesa. El teniente Anton
Hoffmiller, muchacho de poco mundo y escasas experiencias, se granjea las simpatías de la acaudalada familia Kekesfalva. Poco a poco
se irá sintiendo atenazado por estos lazos, pero su sentido de la compasión
¿culpa? le hará regresar una y otra vez a visitar la casa.
Cuando desde su silla de ruedas, la hija del señor Von Kekesfalva, Edith, le confiesa que está enamorada de
él, Hoffmiller lucha contra sí mismo entre su deseo de complacer a la inválida
y sus sentimientos de rechazo hacia el amor que ella le profesa.
Desde las primeras líneas, el
autor vienés esboza la idea principal
que pretende transmitir al lector: el antagonismo entre dos conceptos de
compasión, presentados en el prólogo. El teniente Hoffmiller personifica el
primero con una compasión envuelta en sentimentalismo que no es más que
debilidad del corazón, dejándose engañar por la agradable sensación de ayudar a los
demás, pero cuando llega el momento de hacerse responsable y cumplir lo
prometido es incapaz de hacerlo. Por otra parte, el doctor Condor, abnegado
esposo de una paciente ciega a la que no pudo sanar, es el símbolo del segundo
tipo de compasión, aquella que mantiene su palabra, que permanece cuando los
demás abandonan, que da cuanto tiene de sí mismo.
Zweig nos presenta al teniente
Hoffmiller envuelto en una nebulosa de sentimientos encontrados. Su indecisión
resulta patente y tan pronto quiere huir al extranjero o quitarse la vida como
dar un giro radical y someterse a un amor que él no corresponde. Sin embargo,
incluso teniendo en cuenta los prejuicios sociales de la época, resulta un
tanto perturbador para los lectores de hoy que Hoffmiller no afirme
taxativamente más motivo para rechazar a Edith que su condición de minusválida
y el oprobio social que le reportaría casarse con una mujer lisiada con dinero
e hija de un judío enriquecido que ha cambiado su nombre para parecer más
ilustre.
En esta obra disfrutamos de la
capacidad del autor vienés para introducirnos en el perturbador mundo del
teniente Hoffmiller, que a medida que
avanza la trama se va convirtiendo en más y más agobiante. El protagonista es
consciente de que él mismo con su falsa compasión va añadiendo barrotes a la
cárcel que le retiene. Sus actos, su fingido compromiso, sus medias verdades y
sus flagrantes mentiras, le resultan a él mismo deplorables y, sin embargo, le
es imposible actuar de forma coherente. En este sentido, uno de los magistrales
toques de la novela, es el hiriente sonido de las muletas de Edith Kekesfalva
tamborileando contra el suelo, metáfora de la responsabilidad que persigue a
Hoffmiller para atarle a sus promesas.
El acierto en el estudio psicológico de los personajes, demostrado por Zweig en las nouvelles “Veinticuatro horas en la vida de una mujer”,
o, entre otras, “Carta de una desconodida”, vuelve a revelarse en una de las
pocas novelas escritas por el austriaco.
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