Autorretrato
Nací en Úbeda, provincia de Jaén, el 10 de enero de 1956. Mi padre se confundió de fecha al ir a inscribirme en el registro unos días más tarde, de modo que a efectos legales soy dos días más joven. En esa época las mujeres aún daban a luz en casa, ayudadas por una comadrona. Yo nací en la buhardilla que mis padres alquilaron al casarse. La llamaban “el cuarto de la viga”. Los dos eran muy jóvenes: mi padre tenía 27 años, mi madre 25. Yo también tenía 27 años cuando nació mi hijo mayor.
Mi padre trabajaba en una huerta y vendía hortaliza en el
mercado de abastos. Lo que mi madre hacía se llamaba, en el lenguaje oficial de
entonces, “sus labores”. Los dos eran niños cuando empezó la guerra civil y los
dos tuvieron que dejar la escuela para ayudar en casa. Mi padre, trabajando en
la huerta de la que su padre estaba ausente, alistado en el ejército
republicano. Mi madre ayudando a criar a sus hermanos pequeños. A los dos les
costaba escribir cuando fueron mayores. Leían con mucha atención, murmurando
las palabras. En los primeros años de la democracia recobrada los dos
asistieron a escuelas para adultos.
Durante los primeros tiempos de mi vida fui un privilegiado:
hijo único, nieto y sobrino casi único. Cuando mi hermana nació yo ya tenía
casi seis años. Mis padres, mis abuelos, mis tíos, llegaban a casa trayéndome
tebeos y a veces caramelos y pequeños cartuchos de cacahuetes o castañas
asadas, el papel de estraza todavía caliente cuando lo tocaba. Aprendí a leer,
escribir y hacer cuentas en una escuela de las que llamaban “de perra gorda”.
Nos sentábamos en pequeñas sillas de anea que habíamos traído de nuestras casas
y escribíamos en pizarra individuales con marcos de madera, con pizarrines de
tiza blanca que se partían si uno apretaba demasiado.
Mi primera escuela formal fue la de los Jesuitas, en la que
entré con seis años. Llevábamos mandiles azules y las aulas parecían enormes.
Tuve dos maestros en aquellos años, don Florentín y don Luis Molina. Luis
Molina, que ahora es amigo mío, sembró en mí el deseo consciente de seguir
estudiando, y convenció a mi padre de que lo permitiera. En esa época, y en las
familias trabajadoras, lo normal era que los niños dejaran la escuela hacia los
doce años para ponerse a trabajar.
Me gustaban mucho los tebeos, los libros, las películas, los
seriales de la radio y los programas de discos dedicados. Cerca de nuestra casa
había un cine de verano, al que iba con mi madre, mis abuelos y mis tíos casi
todas las noches. Todas las películas me gustaban, salvo las “de llorar”, que
eran melodramas mexicanos en blanco y negro. En la radio no me cansaba de oir
los folletines de Guillermo Sautier Casaseca y las canciones populares que
reinaron en ella hasta la irrupción de la música pop anglosajona y sus derivados:
Lola Flores, Juanito Valderrama, Antonio Molina, Joselito, Marisol. En la radio
la gente reconocía exactamente su propio mundo sentimental. Cuando se acercaba
la Navidad, mi abuela Leonor, mi madre y mi tía Juani, su hermana más joven,
pasaban la mañana cantando villancicos mientras hacían la cama y arreglaban la
casa. Las canciones de la radio y los villancicos de las mujeres de mi familia
fueron las emociones musicales más intensas de mi infancia.
Hice el bachillerato elemental –entre los once y los catorce
años- en el colegio Salesiano de Úbeda, donde descubrí que a uno lo podían
tratar de manera distinta según la posición social que tuviera su familia. Por
fortuna el bachillerato superior lo hice en un instituto de Enseñanza Media: el
San Juan de la Cruz. La enseñanza tan sólida que recibí allí y el trato a la
vez respetuoso y firme de los profesores creo que son la columna vertebral de
mi educación y hasta de mi ciudadanía. Si no aprendí más fue por desidia, o por
confusa rebeldía adolescente. La formación intelectual que no podía darme mis
padres la recibí de mis maestros en la escuela y mis profesores en el
Instituto: por eso tal vez soy un defensor tan apasionado de la instrucción
pública como fundamento de la justicia social.
A los trece años, en el verano de 1969, el de la llegada del
Apolo XI a la Luna, me llegó el gran sobresalto de la música pop cantada en
inglés: The Ballad of John and Yoko, Come Together, The Age of Aquarius. Mi
amigo Antonio Madrid me descubrió Get Back y Bridge over Troubled Waters. De un
viaje a Madrid mi padre me había traído, no sé por qué motivo, un diccionario
de inglés. Entonces los únicos idiomas que se estudiaban oficialmente eran el
francés y el latín: el inglés tenía una sugestión muy fuerte de libertad, y
hasta de aventura sexual. El inglés era la lengua de las extranjeras rubias que
llegaban a las playas, algunas de las cuales pasaban fugazmente por nuestra
ciudad interior, con minifaldas o pantalones cortos, con gafas de sol, con
cámaras al hombro.
Hacia los once o los doce años empecé a leer a Julio Verne y
a Mark Twain, a Stevenson, a Agatha Christie, a Dumas. Quizás la novela que he
leído más veces en mi vida es La isla misteriosa, de Verne. El primer personaje
que me produjo una fascinación consciente como pura invención literaria fue el
capitán Nemo. Julio Verne fue el primer escritor: el que me hizo comprender que
las novelas las escribía alguien, que no eran una parte espontánea del mundo.
Por imitación de Verne concebí la posibilidad fantástica de hacerme yo también
escritor. Después vinieron, desordenadamente, Cervantes, Bécquer, García Lorca.
A los 16 años escribí una obra de teatro entre existencial y de protesta, a la
manera de la época, que se titulaba “La Academia”. La montaron unos amigos míos
en la escuela de Magisterio de los jesuitas, y fue prohibida no recuerdo por
quién el día antes del estreno. Eso me dio la satisfacción precoz de verme a mí
mismo como un autor represaliado por la dictadura.
Unos días antes de cumplir 18 años se me hizo realidad por
fin el sueño de llegar a Madrid para estudiar Periodismo y convertirme en autor
de obras de teatro de agitación política. El sueño no duró casi nada. Madrid
era una ciudad demasiado grande y demasiado hostil para mi apocamiento
pueblerino, la grandiosamente bautizada como Facultad de Ciencias de la
Información resultó un fraude, mi beca apenas daba para comer. Participé por
primera vez en mi vida en una manifestación de protesta por el fusilamiento de
Salvador Puig Antich y al cabo de veinte minutos ya estaba preso y esposado. A
finales de curso volví a Úbeda, y el otoño estaba comenzando Geografía e
Historia en la universidad de Granada. Casi todos mis amigos y mis conocidos
militaban clandestinamente en el Partido Comunista. Yo estuve a punto de afiliarme
también, pero la detención en Madrid había acentuado mi tendencia natural al
miedo.
LLEgué a Granada en septiembre de 1974 y entre unas cosas y
otras me quedé allí casi 20 años, con la excepción del tiempo que pasé en el
ejército. En Granada estudié sin mucho ahinco y elegí especializarme en
Historia del Arte y allí escribí mis primeros relatos, mis primeros artículos y
mis primeras novelas. En Granada nacieron dos de mis hijos y se publicó mi
primer libro. Trabajé allí siete años, en una oficina del Ayuntamiento,
organizando conciertos y actividades culturales muy variadas. Conocí a grandes
músicos de jazz: Dizzy Gillespie, Sonny Stitt, Paquito d’Rivera, Tete Montoliú,
Phil Woods, Woody Shaw. También a un grandísimo pintor, José Guerrero. Empecé a
publicar artículos en el Diario de Granada y tuve por primera vez la
experiencia de escribir algo que deja de ser nuestro al hacerse público, y la
del eco que nos devuelve el lector. El periódico me enseñó a escribir con
regularidad y disciplina, con límites fijos. En 1985 terminé mi primera novela,
“Beatus Ille”.
En 1982 me había casado en Úbeda con Marilena Vico. Hijos y
libros se suceden y alternan en los años siguientes: Antonio, 1983; El Robinson
Urbano, 1984; Beatus Ille y Arturo, 1986; El invierno en Lisboa, 1987;
Beltenebros y Elena, 1989. Mi primer matrimonio duró hasta 1991. En el otoño de
ese año me dieron el premio Planeta por El jinete polaco. En enero de 1992
empecé a vivir en Madrid con Elvira Lindo y con Miguel, que tenía 6 años. Ahora
me asombra el vértigo de que me sucedieran tantas cosas en tan poco tiempo. En
1993 viví por primera vez una temporada en los Estados Unidos, dando clases en
la universidad de Virginia. En diciembre de 1994 Elvira y yo nos casamos en el
Escorial.
Desde que publiqué mi primer artículo en Diario de Granada,
en 1982, casi nunca he dejado de escribir en los periódicos. El articulismo
puede ser una forma soberana de literatura y un medio digno de ganarse ingresos
regulares, en un oficio tan lleno de incertidumbres. El primer periódico
nacional con el que tuve un compromiso regular de colaboración fue ABC , donde
los escritores han sido siempre muy bien tratados. Desde 1990, y con breves
intervalos, he colaborado en El País, casi siempre escribiendo crónicas
semanales. Como mis aficiones son bastante diversas, también escribo una
columna en la revista mensual de divulgación científica Muy Interesante, y otra
en Scherzo, sobre música.
En 1990 viajé por primera vez a Nueva York. Fui volviendo en
años sucesivos, cada vez más frecuencia, siempre en compañía de Elvira, que
disfrutó desde el principio de la ciudad tanto como yo. En 2001 y 2002 di
clases de literatura en la City University. En 2004 me nombraron director del
Instituto Cervantes de Nueva York, en el que me comprometí a quedarme dos años.
En el otoño de 2006, yendo y viniendo en tren por la orilla del Hudson, porque
mi amigo el novelista Norman Manea me había invitado a dar unas clases en su
universidad, Bard College, empecé a imaginar la última novela que he escrito, la
más larga de todas, La noche de los tiempos. Como Elvira y yo fuimos padres muy
jóvenes, hemos descubierto con sorpresa y con gratitud que nuestros hijos se
han hecho adultos cuando nosotros aún estamos en plenas condiciones de
disfrutar con entusiasmo y serenidad de la vida. Vivimos largas temporadas en
Madrid, largas temporadas en Nueva York. Llevamos con nosotros la oficina y el
archivo cada uno en nuestro portátil, y en las dos ciudades trabajamos en
estudios contiguos. En Madrid yo tiendo más a quedarme en casa. En Nueva York
me tienta con más fuerza la atracción de la calle.
La literatura es mi afición y mi trabajo, pero no creo que
sea lo más importante de la vida, ni mucho menos que se baste para darle
sentido. Más que la literatura me importa el bienestar de las personas que
quiero: mi mujer, nuestros hijos, nuestra doble y complicada familia. Mi padre,
Francisco Muñoz Valenzuela, murió en marzo de 2004 y todavía me acuerdo mucho
de él, y pienso en cómo sería si hubiera seguido viviendo, internándose en la
vejez que le daba tanto miedo.
Creo que el escritor continúa el oficio inmemorial de los narradores de cuentos, que daban forma mediante relatos orales a la experiencia compartida del mundo. Contar y escuchar historias no es un capricho, ni una sofisticación intelectual: es un rasgo universal de la condición humana, que está en todas las sociedades y arranca en la primera edad de la vida. Quizás por eso no me atrae mucho la literatura que se vuelca sobre sí misma, que tiene al escritor y a la escritura como focos principales de atención. Cervantes y Galdós, Virginia Woolf y James Joyce, Borges y Onetti, Proust y Flaubert, entre tantos otros, me han enseñado lo mismo, de muy diversas maneras: a buscar la forma más eficaz de contar la realidad visible del mundo y la invisible de la conciencia humana. Pero también aprendo mucho de la música y de la pintura, y del cine, aunque lo frecuento menos que cuando era más joven.
Políticamente, soy un
socialdemócrata: defiendo la instrucción pública y la sanidad pública, el
respeto escrupuloso de la legalidad democrática, la igualdad de hombres y
mujeres, el derecho de cada uno a elegir su forma de vivir y si es preciso de
morir dentro de la conciencia de nuestra responsabilidad como ciudadanos.
Derechos sin responsabilidades son privilegios; un derecho individual beneficia
a la comunidad; un privilegio siempre se ejerce a costa de alguien. Ser
progresista no es defender a rajatabla al grupo al que uno pertenece sino
vindicar como propias las causas singulares de quienes en principio no son como
nosotros. Un progresista, aunque sea hombre, es feminista; aunque sea
heterosexual, defiende con vigor el respeto a la condición y la igualdad
jurídica de los homosexuales; un progresista se rebela contra el sufrimiento
innecesario de los animales y contra el despilfarro de los bienes ambientales
que son de todos, también de las generaciones futuras.
Fuente: www.antoniomuñozmolina.es
El que canta es mi tio Antonio Poveda Barbero.
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